Las Cruzadas Mayores

Las cruzadas fueron una serie de sucesivas expediciones militares por el control de Tierra Santa – aquellos territorios del Levante mediterráneo donde se desarrollaron los episodios relatados en la Biblia. Estas campañas fueron impulsadas por petición del papado, y, en primera instancia, por el Imperio Romano de Oriente. Su objetivo se centró en la recuperación de Tierra Santa, la cual había sido invadida por los árabes en el Siglo VII, y la restitución de la autoridad apostólica sobre aquellos míticos territorios. Aunque originalmente la ”toma de la cruz” se realizó con el expreso objetivo de recuperar Tierra Santa, con el tiempo se utilizó el término de cruzada para todo tipo de expediciones con propósito religioso.

En especial, se dio particular énfasis en la recuperación de la sagrada ciudad de Jerusalén; popular destino de peregrinación para los cristianos, donde se solían visitar lugares sagrados como la Iglesia del Santo Sepulcro (donde, según la Biblia, había sido enterrado Jesucristo antes de resucitar).

Jerusalén, durante la Plena Edad Media

Antecedentes

El evento que catalizó las cruzadas fue la invasión insólita y arrasadora de los temibles turcos selyúcidas en Medio Oriente. Los selyúcidas fueron tribus seminómadas del Mar de Aral convertidas al Islam, las cuales tras fortalecerse y engrosarse, lograron someter distintas naciones hasta formar un extenso imperio. En el año 1055 irrumpieron en el escenario que nos ocupa al conquistar Bagdad, el centro del mundo islámico. Desde ahí se expandieron en todas direcciones, sometiendo Damasco, Antioquía, Alepo y Armenia. Poco después, en el 1071, los selyúcidas fulminaron a los bizantinos en la Batalla de Mantzikert. La derrota en Mantzikert supuso la pérdida de Anatolia, histórico bastión de la cristiandad desde los tiempos de los apóstoles, y causó duros estragos en el menguante Imperio Bizantino. Más adelante, los selyúcidas se hicieron con Jerusalén, Palestina, y el resto del Levante, las cuales obtuvieron tras sus guerras con el Califato Fatimí.

Máxima Extensión de la Dinastía Selyúcida (1092)

La conquista selyúcida de Anatolia y Jerusalén causó un gran estremecimiento en Europa. Además, llegaron noticias a Occidente de terribles abusos y crueldad por parte de los selyúcidas hacia los peregrinos de Jerusalén, quienes eran asaltados, secuestrados y torturados por los sarracenos.

En 1081 llegó al poder de Bizancio Alejo I Comneno, quien atemorizado por el implacable enemigo, y por la vulnerabilidad de Constantinopla a potenciales ataques, no tuvo más remedio que redactar una carta al Papa Urbano II, a pesar del remordimiento producido por el cisma entre orientales y occidentales. Es posible que el papa respondió al llamado de auxilio del emperador oriental para fortalecer su poder y consolidar una posición hegemónica sobre la Iglesia Ortodoxa, e incluso poder volver a unir ambas iglesias. La petición del emperador Alejo consistía en la solicitud de refuerzos militares para combatir a los selyúcidas, ya que se había presentado una oportunidad para emprender una campaña exitosa, puesto que los turcos se habían enfrascado en una guerra civil.

Primera Cruzada

Urbano II hizo un llamamiento formal durante el Concilio de Clermont, en la cual proclamó la primera cruzada a Tierra Santa. La proclamación ocurrió el 27 de noviembre de 1095, durante una sesión extraordinaria celebrada fuera de la catedral durante el penúltimo día del concilio. Ahí el papa se dirigió a una multitud congregada por laicos y religiosos, donde se declaró la guerra a los sarracenos que controlaban Tierra Santa al grito de Deus Vult (Dios lo quiere). En Clermont se estableció que quien viajara a Tierra Santa por piedad, conseguiría la remisión total de los pecados y una vía rápida al cielo; ya que al comprometerse con una causa sagrada – a la altura de las exigencias divinas – se obtendría una penitencia completa.

Concilio de Clermont (1095)

La convocatoria de Urbano II puso en marcha a mucha gente, la mayoría eran campesinos humildes y poco experimentados en el combate (quienes posiblemente se unieron por presión de su familia, para conocer aquellos sitios sagrados en persona, o para escapar de deudas o de la justicia). Esta primera expedición se conoció como la cruzada popular, y estaba encabezada por Pedro de Amiens, llamado el Ermitaño.

Como es de esperar, este intento de cruzada fue un estrepitoso fracaso. Desde un primer momento fue un descontrol total, y de forma desorganizada se dirigieron hacia Oriente. Con dificultades y reticencias atravesaron la frontera del Reino de Hungría, y a duras penas llegaron a Constantinopla. El emperador Alejo I se quedó perplejo con la calidad de los refuerzos que habían enviado sus primos occidentales, y sin mayor demora les proveyó suministros y les ayudó a cruzar el estrecho del Bósforo. Los cruzados de Pedro el Ermitaño llegaron a Nicea, y se internaron despreocupadamente en territorio selyúcida, donde terminarían siendo aniquilados en la Batalla de Civetot. Apenas una fracción reducida logró sobrevivir aquella carnicería.

Pedro el Ermitaño predicando la Cruzada Popular

Mucho más organizada fue la llamada ”cruzada de los príncipes”, la cual partió cerca de agosto de 1096. Esta expedición estuvo encabezada por el duque de Baja Lotaringia, Godofredo de Bouillón, quien no partió hacia Jerusalén hasta haber terminado con los preparativos correspondientes y haber reunido soldados verdaderamente profesionales.

Además del mencionado Godofredo, se unieron contingentes armados liderados por varios nobles de baja alcurnia, como el príncipe normando Bohemundo I de Tarento, Roberto II de Flandes, Esteban II de Blois, y Raimundo IV de Toulouse. En total se convocó un ejército de 35 000 cruzados (llamados así porque llevaban el símbolo de la cruz). Las motivaciones de estos nobles no se reducían a la moralidad y a la expiación de sus pecados, sino que había un fuerte interés por la búsqueda de la fama, riquezas y tierras.

Sin mayor contratiempo la expedición llegó a Constantinopla, donde fueron recibidos con pompa por Alejo I. Ahí, los nobles cruzados juraron al emperador que devolverían los territorios conquistados en Anatolia y Levante al Imperio Bizantino. La expedición dejó Constantinopla y llegó a Nicea en 1097, pero el sultán de Rum, Kilij Arslan, prefirió rendir la ciudad a los bizantinos para así evitar que los cruzados la saquearan.

Ruta de la Primera Cruzada

Mientras los bizantinos recuperaban Rodas, Quíos, Éfeso, Esmirna y Filadelfia; los cruzados se adentraron en el corazón del Sultanato de Rum, consiguiendo sorprendentes victorias contra los selyúcidas en Dorilea e Iconio. La expedición penetró exitosamente Anatolia; y el hermano de Godofredo, Balduino de Boulogne, atravesó la frontera del Reino de Cilicia y llegó a Edesa. Esta ciudad de Mesopotamia Superior era el principal bastión de los armenios cristianos. Ahí, Balduino logró contraer una amistad con el señor Teodoro de Edesa, quien finalmente adoptó al noble cruzado y lo hizo su heredero. Más adelante, tras el asesinato de Teodoro en 1098, Balduino creó el primer Estado cruzado: el Condado de Edesa.

Poco después, las tropas cruzadas entraron en Siria, tomaron Alejandreta y sitiaron Antioquía. El asedio de Antioquía se prolongó hasta ocho meses, debido a la retirada de los ejércitos bizantinos que acompañaban la expedición, y a las disputas que surgieron entre Raimundo IV de Toulouse y Bohemundo I de Tarento por el control de la ciudad. Finalmente en junio de 1098, las tropas normandas de Bohemundo entraron en Antioquía gracias a que un monje armenio traidor les abrió las puertas. Sin embargo, los cruzados no le devolvieron la ciudad a los bizantinos, tal como prometieron, sino que Bohemundo la conservó para sí y se proclamó príncipe de Antioquía, naciendo el segundo Estado cruzado.

En 1099, las tropas de Godofredo de Bouillón marcharon a Jerusalén; ”con su caballería pesada, armadura brillante, tecnología de asedio, y conocimiento militar, los caballeros occidentales dieron una sorpresa a los musulmanes que no se volvería a repetir”. Los cruzados habían seleccionado el momento más optimo para invadir el Levante, ya que los selyúcidas habían entrado en guerra contra los fatimíes de Egipto. Jerusalén cayó ante los cristianos el 15 de julio de 1099 – conquista que solo pudo haberse conseguido gracias a la inesperada llegada de refuerzos genoveses. Así fue como tras 500 años de dominación musulmana, Jerusalén estaba nuevamente bajo poder cristiano. Sin embargo, durante los días posteriores, los cruzados desencadenaron terribles matanzas contra todo aquel que encontraron, esencialmente sus víctimas fueron musulmanes y judíos (quienes en vano buscaron refugio en sus mezquitas y sinagogas).

Toma de Jerusalén

Godofredo de Bouillón aceptó gobernar el recientemente formado Reino de Jerusalén, aunque rechazó el título de rey, alegando que ”no merecía llevar una corona de oro donde Cristo había llevado una de espinas”, y prefirió ser condecorado como Advocatus Sancti Sepulchri (Defensor del Santo Sepulcro). Sin embargo, su hermano y sucesor, Balduino I de Edesa y Jerusalén, sí llegó a coronarse rey a su muerte en el 1100.

Los Estados Latinos de Oriente y las Órdenes de Cruzados

Tras la victoria cristiana al final de la primer cruzada, se formaron un total de cuatro Estados cruzados en Tierra Santa: el Reino de Jerusalén, el Condado de Edesa, el Principado de Antioquía, y el Condado de Trípoli (este último fue fundado por Raimundo IV de Toulouse en 1102, y abarcaría partes de lo que hoy son Líbano y Siria). En conjunto conformaban el Este Latino. El comercio mediterráneo, que conectaba Oriente y Occidente, pasaba por estos Estados; por ello varios comerciantes italianos encontraron cierta rentabilidad mercantil en los contratos lucrativos que embarcaban cruzados a Tierra Santa, la mayoría de estos mercaderes provenían de ciudades como Venecia, Pisa, o Génova.

División Política en Tierra Santa (primera mitad del Siglo XII)

A pesar de todo, Tierra Santa era un lugar bastante peligroso debido a los continuos saqueos de los selyúcidas de Alepo y Damasco y a las incursiones de bandidos. Por lo cual, varios monjes se vieron obligados a armarse para proteger a los castillos y a los peregrinos. Fue así como surgieron las primeras órdenes militares en la forma de cuerpos capaces de caballeros profesionales, los cuales estaban regidos por la Regla de San Agustín. Las órdenes militares eran tanto instituciones religiosas y militares que combinaban la vida monástica con la actividad guerrera cuyo propósito era proteger a los peregrinos y defender los intereses cristianos en la región.

La primera orden de cruzados que apareció en esta época fue la Orden del Santo Sepulcro, fundada por Godofredo de Bouillón en 1098. La misión de esta cofradía era defender estos santos lugares y luchar al lado de los reyes de Jerusalén. También destaca la Orden de San Lázaro u Orden Lazarista; la cual inició como monjes que atendían leprosos, pero luego ofrecieron sus servicios a los reinos de Tierra Santa.

Otra de las órdenes más relevantes fue la Soberana Orden de los Caballeros Hospitalarios de San Juán de Jerusalén, de Rodas y de Malta. Esta orden apareció cuando algunos comerciantes italianos fundaron una serie de hospitales para tratar a peregrinos y soldados heridos; con los años, dicha hermandad terminaría convirtiéndose en la mencionada Orden de los Hospitalarios. La fortaleza del Crac de los Caballeros, en Siria, fue uno de los principales bastiones de esta orden, la cual fue entregada a los hospitalarios en 1142 por Raimundo II de Trípoli.

Sin duda alguna, la orden más conocida fue la Orden de los Pobres Compañeros de Cristo y del Templo de Salomón, también referida como Orden del Temple u Orden de los Caballeros Templarios. Esta orden fue fundada por nueve caballeros franceses, encabezados por Hugo de Payens, en 1118 o 1119. Al igual que las otras órdenes, su propósito original consistió en proteger la vida de los peregrinos que viajaban a Jerusalén y defender los santos lugares de los enemigos de la fe cristiana. Su centro de operaciones fue la Mezquita de Al-Aqsa, la cual fue cedida a los templarios por el propio rey Balduino II de Jerusalén.

Esta orden se oficializó en el Concilio de Troyes; y a partir de ahí consiguieron una enorme popularidad en Europa, de donde recibieron nuevos reclutas y grandísimas donaciones. También comenzaron a ganar mayor relevancia debido a su expansión logística, ya que erigieron numerosos castillos en Tierra Santa y crearon varias flotas. Su poder fue tal, que se teoriza que fueron ellos quienes financiaron el movimiento gótico décadas más tarde.

Segunda Cruzada

Durante la segunda mitad del Siglo XII, comenzó a surgir entre los Estados musulmanes la necesidad de emprender una yihad contra los cristianos del Levante. Dicho anhelo de revancha fue fortalecido por el descontento poblacional en lugares como Alepo o Damasco, ya que veían con horror como varios emires musulmanes toleraban la presencia cristiana en Jerusalén e incluso llegaban a aliarse con sus reyes. Como es de esperar, este sentimiento fue aprovechado por astutos caudillos, quienes unificaron varias ciudades para emprender la campaña.

Uno de ellos fue Zengi, atabeg o emir selyúcida de Alepo, quien en 1144 conquistó al Condado de Edesa, gobernado en aquellos años por el conde Joscelino II. Tras la caída de Edesa muchos cristianos y armenios fueron capturados, esclavizados y asesinados. Alarmada por los recientes acontecimientos, la reina de Jerusalén, Melisenda, notificó al Papa Eugenio III, quien encendió una nueva cruzada para recuperar Edesa.

Eugenio III promulgó una bula papal en 1145 con el objetivo de convocar una segunda cruzada. La persuasión para poner en marcha a los reinos cristianos europeos estuvo a cargo del influyente monje San Bernardo de Claraval, quien predicó en Francia y en el Sacro Imperio Romano Germánico la nueva expedición a Tierra Santa. Los mensajes que utilizaba San Bernardo fueron tan radicales, al punto que varios judíos en Sajonia y Renania fueron asesinados.

A diferencia de la primera cruzada, en esta nueva campaña participaron monarcas, concretamente fue encabezada por Luis VII de Francia y Conrado III del Sacro Imperio. Quien partió primero fue Conrado en 1147, cuyo viaje hasta Grecia fue bastante complicado, especialmente debido a la desconfianza del emperador bizantino, Manuel I el Grande, con los alemanes. El monarca alemán decidió partir por su cuenta y no esperar a los franceses: abandonó Constantinopla y penetró en el corazón del Sultanato de Rum con la intención de tomar la capital selyúcida de Iconio, pero sufrió un grave revés en la II Batalla de Dorilea. Conrado III acabó gravemente herido, y sus tropas se vieron obligados a llevarlo a Constantinopla.

Los franceses, eventualmente, emprendieron su cruzada con mayor tranquilidad y preparación. Como mencioné, las tropas francesas estaban lideradas por su rey Luis VII el Joven, quien estaba acompañado por su mujer, la fulgurante Leonor de Aquitania. Cuando llegaron a territorios bizantinos, los franceses incorporaron a los remanentes del ejército germánico y se internaron en territorio hostil. Para evadir a los selyúcidas, los cruzados optaron por bordear la costa de Anatolia y llegar a Antioquía, donde gobernaba el tío de la reina Leonor, el príncipe Raimundo I.

A pesar de los esfuerzos previos y los preparativos que había tomado Luis VII, la cruzada no estaba desarrollándose según se había anticipado: los turcos los emboscaban por doquier, las tormentas habían cortado las líneas de abastecimiento, y una parte importante de la expedición terminó padeciendo por distintas enfermedades. Aún así, el rey francés logró llegar a Antioquía a inicios de 1148.

Luis esperaba que Raimundo, soberano de Antioquía, les apoyaría para defenderse contra los selyúcidas e incluso podría proveerles escolta hasta llegar a Jerusalén. Pero Raimundo tenía otros planes, ya que, junto a su sobrina Leonor, organizaron todo tipo de fiestas, e incluso se llegó a murmurar que mantenían una relación incestuosa. El rey francés se enfadó y dejó rápidamente Antioquía camino a Jerusalén, ya que decidió que Edesa era un objetivo poco importante.

Cuando llegó Luis, en Acre se reunió la Haute Cour o Alta Corte de Jerusalén. Dicha reunión fue la más espectacular de la Cour en toda su historia: asistió el rey francés, grandes duques franceses, el monarca alemán Conrado III y su sobrino (el futuro Federico Barbarroja), maestres de varias órdenes, el rey Balduino III de Jerusalén, el patriarca latino de Palestina, varios obispos influyentes y otros personajes de gran relevancia. Aunque no asistió ningún emisario o embajador de Antioquía, Trípoli o del antiguo Condado de Edesa.

En Jerusalén, el blanco de la cruzada cambió rápidamente hacia Damasco, objetivo deseado por el rey Balduino III y los caballeros templarios. Aún así, varios barones franceses señalaron que atacar Damasco tal vez no sea la mejor opción, ya que los damascenos podrían ser futuros aliados contra los selyúcidas; y más bien, insistieron con atacar al Emirato de Alepo y Mosul, donde gobernaba Nur al-Din (hijo de Zengi).

Nur al Din, emir selyúcida de Alepo y Mosul

Pero Conrado, Luis y Balduino insistieron con la opción de Damasco, y al final los ejércitos alemanes y franceses se reunieron para atacar. La expedición a Damasco fue un fracaso total, ya que los ejércitos cruzados regresaron a sus países tras una semana de asedio. Con este terco e inútil ataque, solo se consiguió que Damasco caiga en poder de Nur al-Din, cuya expansión había comenzado a rodear a los Estados de Tierra Santa.

El Ascenso de Saladino y la Toma de Jerusalén

Como consecuencia de la segunda cruzada, el emir Nur al-Din se hizo con el control de Damasco; ahora sus planes expansionistas pasaban por Egipto, donde gobernaba el decadente Califato Fatimí. La alianza del califa fatimí con el rey Amalarico I de Jerusalén suponía una gran amenaza para el emir, quien en 1163 envió a su lugarteniente Shirku a hacerse cargo de la situación. El general estaba acompañado por su sobrino, Saladino.

Amalarico envió a sus ejércitos a Egipto para apoyar a los fatimíes, y, como intento de apartar a los cruzados de tierras egipcias, Nur al-Din atacó Antioquía, haciendo prisionero al príncipe Reinaldo de Chatillon. Los cruzados se vieron obligados a retirarse de Egipto, lo que propició en la caída de la autoridad fatimí. Shirku ejecutó al califa egipcio por sus traicioneras alianzas con los cruzados, y le sucedió como visir de Egipto. En 1169, Shirku murió en extrañas circunstancias, y su sobrino, Saladino, ascendió como nuevo amo de Egipto.

Saladino respetó la autoridad de Nur al-Din en Siria, pero tras su muerte en 1174, el ambicioso líder se convirtió en tanto sultán de Egipto como de Siria, fundando la Dinastía Ayyubí. Amalarico también falleció en 1174, y fue sucedido como rey de Jerusalén por su hijo de trece años, Balduino IV el Leproso. Aunque debido a la corta edad del nuevo monarca, Raimundo III, conde de Trípoli, actuó como regente del reino. Balduino IV firmó un acuerdo con Saladino para asegurar el libre comercio entre cristianos y musulmanes, y así permitir que la frágil paz perdurara.

La situación se complicó en 1176, cuando Saladino puso en libertad al ex príncipe de Antioquía, Reinaldo de Chatillon. El cruzado comenzó a actuar como un pirata en Medio Oriente, asaltando caravanas sirias por toda la región. Incluso llegó a extender su red de piratería al Mar Rojo, donde se dedicó no solo a abordar barcos sino en asaltar ciudades. En cierta ocasión planeó con intentar atacar La Meca, pero los sarracenos los interceptaron. Evidentemente, sus acciones terminaron hartando tanto al rey de Jerusalén como a Saladino (ya que vulneraba los acuerdos de paz entre cruzados y ayyubíes) y pronto Reinaldo se convirtió en uno de los hombres mas odiados de Medio Oriente.

Balduino IV murió en 1185, tras once años de complicada paz con el sultán ayyubí. La corona cruzada recayó sobre su sobrino de cinco años, Balduino V, con Raimundo III de Trípoli nuevamente como regente. Sin embargo, el pequeño rey falleció al año siguiente, y la princesa Sibila (hermana del rey leproso), junto a su marido Guido de Lusignan, se coronaron reyes de Jerusalén. Guido era partidario de la diplomacia y de las política de no agresión, cosa que los sarracenos se oponían al percatarse de la notable inferioridad numérica de los cruzados. Además, al estar fuertemente influenciado por templarios y hospitalarios, Guido pronto cambió de parecer y cada vez se mostró más ansioso por enfrentarse a Saladino.

En tal contexto, el bandido con título de caballero, Reinaldo de Chatillon, negligentemente atacó una caravana siria e hizo prisioneros a los viajeros. Saladino exigió su inmediata liberación, así como los reyes de Jerusalén, pero el pirata hizo oídos sordos. Este ultraje fue la gota que colmó el vaso, ya que destruyó la delicada tregua. Saladino movió a sus legiones y atacó la ciudad de Tiberíades en 1187; el rey Guido también movió ficha y fue al encuentro del sultán. Así fue como se produjo la Batalla de los Cuernos de Hattin, cuando las tropas del sultán emboscaron a los desprevenidos y sedientos cristianos en un desfiladero. El ejército cruzado fue masacrado por completo, tan solo unos pocos lograron sobrevivir, entre los cuales destacan Reinaldo y Guido.

Los dos destacados prisioneros fueron conducidos a la tienda de Saladino, donde el sultán le ofreció al rey Guido un poco de agua. De acuerdo a las tradiciones musulmanas, la hospitalidad de un anfitrión es determinada por si este ofrece comida o agua, ya que el invitado pasaría a estar bajo la protección de su anfitrión. Y como Saladino no quería verse obligado a proteger al traicionero Reinaldo no le ofreció agua; sin embargo, este último, al no haber bebido en días, arrebató la copa de las manos de Guido y bebió un trago. Debido a su falta de respeto, Saladino hizo que decapiten a Reinaldo, mientras que hizo honor a sus tradiciones y envió a Guido a Damasco, donde fue puesto en libertad.

Tras su determinante y absoluta victoria, Saladino inició una serie de ataques y asedios en las ciudades del Este Latino. Para el final del año, el sultán había ocupado gran parte del Reino de Jerusalén, exceptuando la franja costera. Tomó Jaffa, Acre, Cesarea, Ascalón y, finalmente, Jerusalén, la cual cayó en octubre de 1187. El Reino de Jerusalén había sido borrado del mapa. A pesar de la reciente sucesión de acontecimientos, varios supervivientes cristianos se atrincheraron en Tiro, donde fueron protegidos valientemente por Conrado de Montferrato. Al enterarse de la caída de Jerusalén, el Papa Urbano III sufrió un colapso y murió poco después. Fue tarea del nuevo papa, Gregorio VIII, preparar a Europa para una nueva cruzada.

Máxima extensión del Sultanato Ayyubí

Tercera Cruzada

La caída de Jerusalén a manos de Saladino conmocionó a toda la cristiandad, y fue el Papa Gregorio VIII quien relató los desastres ocurridos en Tierra Santa en su encíclica Audita Tremendi de 1187. Dos años después, proclamó oficialmente la tercera cruzada, señalando que la pérdida de la Santa Ciudad simbolizaba un castigo divino por los pecados de los europeos. Esta nueva expedición también es conocida como ”la cruzada de los reyes”, ya que participaron dos grandes monarcas, Felipe II de Francia y Ricardo I Corazón de León, rey de Inglaterra; y un gran emperador, Federico I Barbarroja, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico.

El primer rey en partir fue el anciano Federico Barbarroja, quien era acompañado por un gigantesco ejército. Su ejército era tan numeroso que la vía marítima ya no era una opción, y tuvo que ir a pie por los Balcanes y Anatolia. Además, durante su breve estancia en Hungría, el emperador alemán logró reclutar al príncipe Géza – hermano menor del rey húngaro Bela III – quien se sumó a la cruzada de Barbarroja con 2000 soldados húngaros.

En esta cruzada, el emperador bizantino, Isaac II Ángelo, firmó una alianza secreta con Saladino para frenar el avance cruzado en tierras bizantinas, a cambio de que Saladino garantizara la seguridad de su imperio. Igualmente, Barbarroja atravesó Bizancio y avanzó hacia las tierras del Sultanato de Rum, logrando ocupar su capital, Iconio, en mayo de 1190. Sin embargo, en junio de ese mismo año, tropezó de su caballo mientras intentaba cruzar el río Saleph; el emperador alemán cayó al agua y se terminó ahogando debido a su pesada armadura. Aunque es preciso señalar que las circunstancias de la muerte de Barbarroja no son del todo claras y hay otras hipótesis al respecto.

Muerte de Barbarroja (1190)

Tras la muerte de Barbarroja, las tropas alemanas quedaron en manos del duque Federico VI de Suabia, hijo del difunto emperador, quien condujo a su ejército a Antioquía (ciudad que aún permanecía en poder cristiano). En Antioquía, muchos de los soldados alemanes terminaron falleciendo por peste bubónica. Con velas de barcos un grupo de peregrinos alemanes terminaron armando un hospital rudimentario en las afueras de la ciudad de Acre, con el tiempo el hospital se haría permanente y daría el inició a la importante Orden de los Caballeros Teutónicos.

Por su parte, los ejércitos de Felipe II y de Ricardo Corazón de León decidieron no tomar riesgos en los Balcanes o Anatolia, y optaron por atravesar Italia y llegar a la ciudad portuaria de Mesina, en el Reino de Sicilia, donde partían los barcos hacia Tierra Santa. Mientras Felipe II zarpó tranquilamente de Sicilia y llegó exitosamente a Tiró, donde gobernaba su primo Conrado de Montferrato; Ricardo Corazón de León tuvo varios tropiezos y desvíos en su viaje a Tierra Santa: se enfrentó al rey Tancredo de Sicilia (lo que hizo demorar su partida hasta 1191), atravesó una violenta tormenta, y entró en guerra con el emperador de Chipre, Isaac Ducas Comneno, y terminó conquistándole.

Viaje de Ricardo Corazón de León: Rojo
Viaje de Felipe II Augusto: Azul
Viaje de Federico I Barbarroja: Naranja

En 1191, Ricardo finalmente llegó a Tierra Santa, donde se unió al rey Felipe, a Guido de Lusignan, a Conrado de Montferrato y al duque austríaco Leopoldo V (quien lideraba el remanente del ejército alemán) en el Asedio de Acre. Tras varios meses de estado de sitio, los cristianos se las ingeniaron astutamente para construir armas de asedio, como torres sobre barcos, y al final conquistaron Acre. Tras la victoria, las disputas entre cristianos se presentaron, puesto que ni Ricardo ni Felipe se pusieron de acuerdo sobre quien gobernaría la ciudad, pero al final se decantaron por Guido de Lusignan, quien nominalmente seguía siendo rey de Jerusalén.

Felipe II entrando en Acre tras un largo asedio.

Poco después de la toma de Acre, Felipe II terminó abandonando la cruzada y regresó a Francia, ya que estaba preocupado por los problemas en casa y no soportaba las rivalidades con Corazón de León. Ricardo no tuvo más remedio que continuar con la cruzada por su cuenta, y procedió a negociar con Saladino sobre el destino de los prisioneros sarracenos que capturaron en Acre. Pero cuando el sultán ayyubí se vio indispuesto en aportar la suma acordada, Ricardo ordenó degollar a los prisioneros.

Con Acre bajo su poder, Ricardo viajó rumbo a Jaffa, en el camino tuvo lugar la Batalla de Arsuf donde se encontraron cara a cara las imponentes figuras de Saladino y Ricardo Corazón de León. Gracias a los esfuerzos combinados entre ingleses, hospitalarios y templarios, los cristianos lograron asestar una victoria contra el sultán. La batalla luego condujo al Asedio de Jaffa, la cual acabó con victoria cristiana.

Aunque tras estos éxitos parciales, no se logró recapturar el premio mayor, Jerusalén, y ambos líderes acordaron firmar el Tratado de Jaffa en 1192. Ahí se constató que Jerusalén permanecería bajo control musulmán, a cambio que la ciudad se mantenga abierta al peregrinaje y al comercio. Además, se consolidó el poder cristiano en una franja de territorios costeros alrededor de Tiro, Acre y Jaffa, y se les prometió a los comerciantes italianos el control de los puertos sirios. El resultado de la tercera cruzada provocó que se proclame una cuarta pocos años más tarde, pero sorprendentemente, esta tomó un desvío repentino hacia Constantinopla.

Referencias Bibliográficas

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