Geopolítica: Sacro Imperio, Liga Lombarda y Estados Pontificios
La Italia del Siglo XIII era una entidad muy diferente de lo que se acostumbraba a ver en el resto de Europa en aquellos años. Protegida por los Alpes, Italia se convirtió en un fragmentado mosaico político multicolor, cuyas ciudades-estado compartían un mismo idioma y una misma identidad cultural (pues eran los herederos de la cultura romana clásica), pero carecían de un proyecto político unitario. Esta coyuntura histórica se vio influenciada por la geografía peninsular, ya que las cadenas montañosas – como los Apeninos – hicieron difícil la comunicación, y a partir de ríos como el Po, el Tíber o el Adigio, se establecieron fronteras.
La principal potencia de Europa en aquellos años era el Sacro Imperio Romano Germánico, una suerte de conglomerado feudal, integrado por diversos feudos y señoríos eclesiásticos que respondían al sacro emperador, quien era considerado en Occidente como el legítimo heredero de la dignidad imperial romana. El Sacro Imperio era gobernado por los sucesores del emperador Carlomagno, y sus dominios comprendían lo que hoy es Alemania, Países Bajos, Austria, Suiza, partes de Bélgica y Polonia, y el norte de Italia.
Sin embargo, al ser una entidad política descentralizada, se concretó la fragmentación de este imperio en condados, ducados, marquesados, obispados, landgraviatos, o ciudades imperiales libres; los cuales en la práctica eran autónomos y frecuentemente guerreaban entre sí o contra el sacro emperador. El monarca ejecutaba un papel equivalente al de un árbitro y era electo en una asamblea de príncipes electores.

El norte de Italia era un territorio importante del Sacro Imperio, y en conjunto constituía el Reino de Italia. Las ciudades ricas del norte de Italia pronto emergieron como ciudades-estado parcialmente independientes. Debido a que Italia estaba protegida por los Alpes, la entrada de un ejército extranjero era complicado; y por ende, la influencia del Sacro Imperio en el norte de Italia era frecuentemente cuestionada. El emperador, al no poder ejercer el control sostenido y efectivo sobre sus vasallos italianos, permitió que estas actuaran con una notoria autonomía en la práctica. Al punto que cuando las fuerzas alemanas del sacro emperador Federico I Barbarroja intentaron reforzar el control imperial sobre el norte de Italia, fueron derrotadas por una coalición de ciudades-estado conocida como la Liga Lombarda.
La Liga Lombarda fue una alianza, conformada por varias ciudades italianas, establecida originalmente en 1167. En total, estaba compuesta por 26 ciudades, destacando Milán, Mantua, Brescia, Plasencia, Bolonia, Padua, Verona, Parma y Venecia. Esta alianza fue de particular importancia en el Siglo XIII, ya que se logró articular a varias ciudades para frenar el expansionismo del sacro emperador Federico II Hohenstaufen. Aunque tras la muerte de Federico II en 1250, la liga se desintegró.

El principal aliado de esta coalición eran los Estados Pontificios: unos territorios en el centro de Italia bajo jurisdicción del papa, que existían desde tiempos de Carlomagno. Con capital en Roma, este Estado llegó a cubrir las regiones italianas modernas de Lacio, Las Marcas, Umbría y la Romaña; gracias a la protección del emperador electo en 1273, Rodolfo I de Habsburgo.
Al quedar el Sacro Imperio cada vez más excluido de la política italiana, los Estados Pontificios pasaron a ser la fuerza política principal en la península, aunque siempre existió el temor de ser dominados por el emperador. Posteriormente, en 1307, a consecuencia de varios papados débiles e inestabilidad en los territorios pontificios, el papa se vio obligado a trasladar su sede de Roma a Aviñón, en Francia, buscando el cobijo del rey francés Felipe IV el Hermoso.
Güelfos y Gibelinos
Previamente, en el Siglo XI, había aparecido un elemento de discordia: la Querella de las Investiduras. Esta querella consistió en una serie de disputas por la hegemonía política entre el papa y el sacro emperador. Esta secuencia de enfrentamientos encontraron en el norte de Italia numerosos campos de batalla. Ambos discutían por el sometimiento del poder espiritual al temporal y viceversa; y por ende la disputa se centraba en el Dominium mundi.
En esta época encontramos a un poder imperial que resistió a los decretos desenfrenados de excomunión y a la papolatría eclesiástica; a la vez que encontramos a un poder papal levantándose tras varios siglos de sometimiento a poderes laicos, tal como fue enfatizado por el Papa Gregorio VII en su Reforma Gregoriana (llevada a cabo a partir de 1074).


Los términos ”güelfo” y ”gibelino” son una italianización de dos apellidos alemanes que rivalizaban por la corona del Sacro Imperio Romano Germánico: los Welf (de aquí güelfo), casa gobernante en Sajonia y Baviera; y los Hohenstaufen, oriundos del Castillo de Waiblingen (de aquí gibelino), casa gobernante en Suabia, que reinó el imperio por más de un siglo. Esta pugna no solo se circunscribió al Sacro Imperio, sino que también afectó a Italia, por lo que las ciudades tuvieron que tomar bando.
Cuando Federico I Barbarroja de la Casa Hohenstaufen, fue coronado sacro emperador en 1155, se encontró un efectivo desplazamiento de la contradicción papal-imperial a Italia. Esto se debió al hecho de que Barbarroja emprendió una ardua campaña para reafirmar la supremacía imperial en Italia, y nombró varios antipapas para que legitimaran su poder. En respuesta, varios emperadores del linaje de Barbarroja fueron excomulgados, y papas como el renombrado Inocencio III (cuyo pontificado supuso el apogeo de la Iglesia Católica en la Baja Edad Media) apoyaron a los Welf de Baviera como reyes rivales a los Hohenstaufen.

Debido a la puya, las ciudades italianas pasaron a denominarse güelfas o gibelinas, dependiendo si eran partidarias del poder papal o del poder imperial respectivamente. La causa güelfa fue abrazada por ciudades como Florencia, Milán, Génova, o Mantua; mientras Módena, Spoleto, Forlì, Pisa, Siena y Lucca adhirieron a la causa gibelina. En varias circunstancias, las ciudades eligieron el partido de oposición al partido que había tomado parte la ciudad rival, como si se siguiera el principio ”el enemigo de mi enemigo es mi amigo”; por ejemplo si Módena era güelfa, Bolonia debía ser gibelina, y si Pavía era gibelina, Milán debía ser güelfa.
La careta que dejó el güelfismo para la historia era que este era llevado adelante en favor de la ortodoxia y de la verdadera tradición de la Iglesia, pero en el fondo representaba a la clase burguesa y comerciante. Mientras que los gibelinos representaban al poder sacro imperial y a la tradición regia. En realidad se trató de una lucha por la autonomía, puesto que las ciudades que temían el poder del sacro emperador (y más aún las que eran presionadas con mayores impuestos) buscaron contrarrestarlo con la influencia del papa; por otro lado, las ciudades rurales del corazón italiano buscaron mayor libertad de los Estados Pontificios, y por ende apoyaron al emperador.
Durante el Siglo XIII encontramos varias batallas entre la facción güelfa y gibelina, contradicción agudizada por la tensión entre el Papa Gregorio IX y el sacro emperador Federico II. En 1229, el papa reunió a las ciudades güelfas contra Federico, por lo que se desencadenó una invasión imperial en Italia. Destacan batallas como la de Parma en 1248 o la de Montaperti en 1260, en esta última, la güelfa Florencia presentó batalla a las ciudades de la Toscana (territorio prominentemente gibelino), y es considerada como el triunfo de la causa papal.

Las Communi y las Signiora
A medida que el poder imperial desaparecía en el norte de Italia, varias ciudades comenzaron a emerger como ciudades-estado independientes. Prácticamente, tras el fin de las últimas expediciones de los sacro emperadores en Italia, la jurisdicción alemana se convirtió en una cuestión de iure. Para el final de la Edad Media, la única injerencia de los soberanos del Sacro Imperio en la Italia septentrional, era para legitimar determinadas jefaturas políticas en las ciudades-estado.
En aquellos años, Italia era posiblemente la región más próspera de toda Europa. Esto se vio influenciado por el aumento demográfico, un comercio cada vez más expansivo, y el clima del Mediterráneo, el cual permitió una proliferación en la agricultura. Además, gracias a la construcción de grandiosas catedrales y universidades, se logró la culturización de la plebe; al punto que en el Siglo XIII, la sociedad del norte y centro de Italia era la más alfabetizada de Europa. Se calcula que el 50% de los hombres podía leer de su lengua materna (en aquellos años se hablaba un italiano primitivo).

En el Siglo XI se establecieron las comunas, o communi, que vendría a ser cada ciudad-estado constituida en una pequeña república, donde destacaron la cultura cívica, el localismo, y las instituciones urbanas. Progresivamente, la oligarquía comercial y financiera iría haciéndose con el control de las comunas. Generalmente los sistemas de gobierno variaban de ciudad en ciudad, mientras que algunas era gobernadas por aristocracias, otras eran gobernadas por burgueses, consejos populares, y en algunas circunstancias, por familias (como las casas de Orsini, Malatesta, Montefeltro, Della Torre o Manfredi).
Las milicias de las ciudades-estado estaban compuestas por los condottieri, mercenarios a sueldo que cubrían todo tipo de servicios militares, desde infantería hasta caballería; y según cuentan las crónicas italianas, ellos veían a la guerra como un arte.
Sin embargo, debido a la pugna entre güelfos y gibelinos, a la inestabilidad política, y al delicado equilibrio de poder entre la Iglesia, la nobleza local y la emergente burguesía, varias comunas entregaron el poder de las alcaldías a un único regidor (que vendría a ser la cabeza de la familia más prominente de la ciudad). Estos señores con poderes excepcionales – vitalicios en varios casos – constituyeron ciudades fuertes y calmaron los conflictos sociales, y a la larga, asumieron funciones jurisdiccionales.
Milán fue clave en este proceso evolutivo histórico. Anteriormente, Milán estaba gobernada por la familia Della Torre, hasta que perdieron el señorío al enfrentarse con el arzobispo Otón Visconti. Los Visconti establecerían un principado en Milán que duraría hasta el Siglo XV, y bajo su liderazgo, los milaneses conquistarían varias ciudades lombardas, toscanas y romañonas.
Así nacieron las signioras, cuyo dirigente portaba distintos títulos: dogo, dux, duce, canfoloniero, signore, etc. A mediados del Siglo XIII, en varias ciudades-estado se evidenció un desplazamiento estructural de comunas oligárquicas a señoríos dinásticos, quienes recibieron el apoyo de los condottieri. Estos señores utilizaron su riqueza y poder político para tomar el poder y, desde ahí, legitimarlo y establecer un derecho hereditario de soberanía -concedido en varias ocasiones por el emperador o el papa – ; a la vez que se cultivaba el prestigio a través de alianzas matrimoniales.

Las Repúblicas Marítimas
Durante la Baja Edad Media florecieron en Italia las grandes repúblicas navales, las cuales hegemonizaron el comercio en el Mediterráneo. A partir del Siglo XII, las típicas economías rurales de autoconsumo que imperaron en el feudalismo, se fueron transformando, gradualmente, en economías más comerciales y abiertas, por lo que el dinero y la industria recobraron su vieja importancia. En dicho escenario, la cada vez mayor autonomía de las ciudades costeras italianas, permitieron que estas asuman un papel central en la política y economía europea.
Ciudades como Amalfi, Pisa, Génova, Lucca, Venecia, Ancona, Noli o Ragusa (aunque esta no era italiana, sino que estaba ubicada en la costa dálmata), aprovecharon el declive de las incursiones de piratas sarracenos y la decadencia del Imperio Bizantino para construir prosperidad económica con base en el comercio marítimo. Las rutas del Mediterráneo se volvieron claves para el comercio entre Europa, Asia y África; y avances importantes en la navegación y la aparición de la cartografía en buena parte de Europa, permitieron potenciar el alcance y eficiencia de la red de intercambios. Del mismo modo, las cruzadas y el fortalecimiento de los puertos mediterráneos del sur de Italia (como los de Sicilia, la Campania o Apulia), favorecieron el comercio.

Esto se dio gracias a la posición geoestratégica de la península itálica, donde confluían los principales ejes económicos del mundo cristiano; interconectando las vías hanseáticas que partían desde el Mar Báltico, descendían por Alemania, y que gracias a las rutas italianas (especialmente genovesas y venecianas), lograban acceder a los puertos egipcios y a otros emporios comerciales del Islam.
Fue gracias al contexto de las cruzadas y al reencuentro entre Oriente y Occidente, que varias repúblicas italianas formaron imperios de ultramar. Por ejemplo, los genoveses y venecianos pasaron a controlar varios de los puertos y barrios de Tierra Santa; del mismo modo que Venecia logró apoderarse de Friuli y Dalmacia, así como varias islas estratégicas del Mar Egeo o del Mar Adriático, como Eubea, las Islas Cícladas, Creta, las Islas Jónicas, y posteriormente Chipre. En estos territorios se formaron estados vasallos y colonias que respondían a la autoridad veneciana.
Génova también logró extender su esfera de influencia en el Mar Egeo, producto de las buenas relaciones con el emperador bizantino Miguel VIII Paleólogo, quien cedió barrios y puertos en la ciudad de Esmirna, así como en Lesbos, Quíos, Samos y el Dodecaneso. Del mismo modo, los genoveses también lograron hacerse con la isla de Córcega, la región de Liguria, y la ciudad portuaria de Caffa en Crimea.

Venecia y Génova lograron constituir repúblicas donde el comercio suponía la matriz de la base de poder. Varios comerciantes se enriquecieron, y pronto se formaron poderosas oligarquías en estas repúblicas. Lo que más se acostumbraba a intercambiar era seda china, variadas especias (como el jengibre, el clavo, la canela y la pimienta), perfumes, trigo, vid, arroz, madera, entre otros.
La Pugna por el Sur: Alemanes vs Franceses vs Aragoneses
Historiadores y estudiosos de varias materias no han podido ignorar de como siendo parte de una misma nación, existían importantes diferencias sociales, culturales y económicas entre el norte y sur de Italia. Incluso el propio Antonio Gramsci abordó el problema de la división existente entre la Italia industrial del norte y la Italia agraria del sur. Esta diferencia ya podíamos identificarla desde la Baja Edad Media, donde el norte de Italia estaba constituido por ciudades-estado de influencia romana, lombarda y germánica, mientras que en el sur encontrábamos al Reino Normando de Sicilia, de influencia lombarda, normanda, árabe y bizantina.
Si bien es cierto que la política intervencionista de Barbarroja en Italia falló, en el sentido en que no se logró doblegar a las ciudades de la Liga Lombarda, se pudo tener una importante victoria a través de un matrimonio político. En 1194, se logró casar en Palermo a Enrique VI, el heredero de Barbarroja, con la siciliana Constanza I. El casamiento logró consolidar la unión entre las coronas del Sacro Imperio y del Reino de Sicilia, por lo que los Hohenstaufen pasaban a dominar tanto el norte como el sur de Italia, dejando al papado enclaustrado en el centro peninsular.

La repentina muerte del sacro emperador Enrique VI en 1197, terminó dejando a su joven heredero Federico II en Sicilia, bajo la protección del Papa Inocencio III, quien esperaba convertirlo en un aliado del pontificado. Tras ascender al trono del Reino de Sicilia y del Sacro Imperio en 1220, Federico II continuó con la política de centralización territorial en el sur de Italia, tal como expresaron las Constituciones de Melfi de 1231, donde se acentuó el poder en manos del soberano y se redujo la autonomía de los señores feudales.
Del mismo modo, Federico II fue excomulgado por el Papa Gregorio IX por el incumplimiento de la promesa de una cruzada a Tierra Santa, la cual igualmente se efectuó – pero bajo los términos del sacro emperador – donde se lograron importantes concesiones territoriales mediante el uso de la diplomacia. Federico logró agrupar múltiples coronas bajo su cetro (Sacro Imperio, Reino de Sicilia, Reino de Chipre, Ducado de Suabia, y Reino de Jerusalén), lo que resultaba contraproducente para los intereses del papa, quien acabó demonizando al sacro emperador tachándole de anticristo. Esto llevó a un gran levantamiento de ciudades güelfas y de nobles alemanes contra el emperador.

La lucha continuó incluso después de la muerte de Federico II en 1250, la cual no detuvo las agresiones del papado contra los Hohenstaufen. Los herederos de Federico siguieron gobernando en el Reino de Sicilia, aunque cada vez este se iba desprendiendo de la soberanía del Sacro Imperio. Aún así, el papa, dispuesto a desarraigar toda base de poder de los Hohenstaufen, ofreció el trono del Reino de Sicilia – donde gobernaba el hijo de Federico, Manfredo – a Carlos de Anjou, hermano del rey de Francia. Evidentemente Manfredo se opuso, logrando tener éxitos iniciales contra Carlos de Anjou, quien además tenía el apoyo del Papa Urbano IV, de Florencia, y de varias ciudades güelfas.
Tras la derrota de Manfredo en la Batalla de Benevento de 1266, Carlos de Anjou entró en Nápoles y se hizo con la corona del Reino de Sicilia. Además, la muerte de Manfredo produjo un colapso del partido gibelino en Italia. Aún así, varios nobles gibelinos acudieron a Conradino Hohenstaufen, último descendiente del linaje de Federico II. Aunque fue en vano, ya que Carlos de Anjou derrotó a Conradino en la Batalla de Tagliacozzo de 1268. El pretendiente fue ejecutado, no sin antes ceder sus derechos en Sicilia a su prima Constanza II (hija del difunto Manfredo), esposa del rey Pedro III de Aragón.

De esta forma, un miembro de la más alta nobleza francesa pasó a gobernar el sur de Italia bajo el beneplácito del papado. Carlos de Anjou trasladó la capital de Palermo a Nápoles, por lo cual la nación dejó de llamarse Reino de Sicilia, para convertirse en el Reino de Nápoles. El nuevo rey gobernó entre 1266 y 1282, y en todo momento buscó rellenar las instituciones napolitanas con barones franceses, al mismo tiempo, destacó por su política centralizadora y su prominente presión fiscal.
La impopularidad de Carlos de Anjou entre napolitanos y sicilianos, llevó a una sangrienta insurrección en Palermo contra los dominadores franceses en 1282, conocida como las Vísperas Sicilianas. El rey Pedro III de Aragón, cuya esposa Constanza aún guardaba pretensiones sobre el sur de Italia, acudió en apoyo de los manifestantes.

Lo que se produjo fue una guerra entre los barones franceses del sur de Italia, leales a Carlos de Anjou, contra los aragoneses y sicilianos. La contienda concluyó en 1302 con la Paz de Caltabellota, donde se acordó que Sicilia y Malta pasarían al control de Pedro III, mientras Nápoles y los territorios continentales del sur de Italia se mantendrían bajo el poder de los Anjou.
Cultura, Literatura y Aparición de la Lengua Italiana
Gracias al conflicto entre güelfos y gibelinos, y a la progresiva retirada del poder imperial tras la desaparición de la Dinastía Hohenstaufen, comenzó a gestarse un sentimiento nacionalista e identitario en la ciudades-estado. Durante el Siglo XIII se germinaría una identidad nacional italiana, aunque fraccionada en varios estados, existía el sentido de pertenencia a un todo.
Esto se ve reflejado en el plano de la cultura, por ejemplo, en aquellos años ocurrió un despertar literario, influenciado por la migración de eruditos bizantinos a Italia y a la formación de la lengua italiana como el resultado de la unificación de los dialectos italorromances (el latín era solo un rezago del extinto Imperio Romano, y era utilizado casi exclusivamente en contextos oficiales y religiosos). La vida municipal, la catedral como símbolo cívico y espiritual, y la importante influencia de la Iglesia – heredera de las instituciones romanas – permitieron la acentuación de esta cultura italiana bajomedieval.
En el Siglo XIII floreció la Escuela Poética Siciliana y el Dolce Stil Novo en la Toscana (de este último cabe destacar un cambio de perspectiva, ya que se buscó diferenciarse de la poesía trovadoresca y de la lírica). Gracias a las producciones literarias de los autores de estas escuelas, se permitió que la lengua italiana alcanzara cierta madurez. Entre estos autores encontramos a Dante Alighieri, Giovanni Boccaccio, Francesco Petrarca, Cino da Pistoia, Guido Cavalcanti o más adelante Jacopone da Todi.
Cada uno, en su espacio, promovió al italiano como una lengua vernácula culta, y a través de sus obras uno puede comprobar como se llevó a cabo esta evolución lingüística. Por ejemplo, Petrarca aún escribió algunos textos en latín, y otros en italorromance vulgar. Mientras que Dante Alighieri escribió su renombrada obra, la Divina Comedia, en lengua italiana medieval. Estos aportes servirían como base del redescubrimiento de la cultura clásica grecolatina, que luego alcanzaría su esplendor con el Renacimiento del Siglo XVI.

Referencias Bibliográficas
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