Repliegue de Bizancio
A partir del Siglo VII, el Imperio Romano de Oriente vivió una decadencia garrafal. Se trató de un periodo de crisis, con profundas adversidades en todo tipo de ámbitos. Para el Siglo VII, el Imperio Bizantino no era lo que alguna vez fue. Desde la llegada al poder de Heraclio en el 610, los emperadores romanos fueron testigos de como el Estado que forjó Justiniano el Grande se redujo considerablemente gracias a las conquistas de los árabes, ya que se perdieron las prósperas provincias de Egipto, Siria, Armenia y Palestina.

Heraclio llegó al poder en un momento de profunda crisis para el imperio. Previo a la invasión musulmana, los bizantinos ya enfrentaban amenazas externas: los territorios imperiales del Danubio estaban hostigados por los ávaros y eslavos, los lombardos habían penetrado en Italia, y además, había estallado una cruenta guerra que enfrentó a Bizancio contra el Imperio Persa de la Dinastía Sasánida. Esta época oscura inició cuando el persa Cosroes II, llevó a cabo una espectacular ofensiva contra este remanente del Imperio Romano, en la cual tomó Sira, Asia Menor, Armenia, Palestina y Egipto, y debido a ello, se amenazó la existencia misma de Bizancio.
Asimismo, los persas forjaron alianzas con otros enemigos de los romanos, como los ávaros y los eslavos, y juntos pusieron en sitio a la capital Constantinopla en el 626. Heraclio unió a su pueblo contra el adversario, y después agotar el dinero de las iglesias y las riquezas de las arcas imperiales, tomó la contraofensiva. Tras una larga y agotadora guerra, Heraclio fue capaz de conjurar este peligro: compró a los ávaros con una cantidad considerable de dinero, repelió a los eslavos, y presionó al enemigo persa hasta derrotarlo en la Batalla de Nínive en el 628.

En su guerra contra los persas, Heraclio fue capaz de recuperar las provincias perdidas y presionar al enemigo hasta el corazón de su patria. La Vera Cruz, un sagrado reliquiario cristiano que los persas habían robado cuando saquearon Jerusalén, volvió al poder del Imperio Bizantino y triunfalmente fue devuelta donde correspondía. El contrataque de Heraclio dejó al Imperio Sasánida en tal situación, que solo un golpe de Estado orquestado por Kavad II – el hijo de Cosroes – pudo hacer que los persas accedan a un tratado de paz.
El reinado de Heraclio es frecuentemente referido como un periodo donde se consiguió la ”supervivencia del Estado” , ya que logró detener temporalmente la desintegración que sufría el imperio. Sin embargo, para conseguir su ansiada supervivencia de este periodo oscuro, Bizancio tuvo que sufrir grandes cambios. Paulatinamente, el imperio comenzó a abandonar su romanidad y a adoptar más elementos propios de la cultura griega. Por ejemplo, el título que llevaban los emperadores romanos, Augustus, fue abandonado en favor de Basileos. A raíz de ello, el griego sustituyó al latín como lengua de la administración. ”Al coronar como coemperadores a sus dos hijos, Constantino III y Heraclio II, Heraclio instauró el sistema de la corregencia que permitió constituir dinastías y normar, al menos en teoría, el problema de la sucesión”.
No obstante, los éxitos de Heraclio contra los persas no fueron más que un breve respiro, ya que entre el 633 y el 645, los fieles del Islam iniciaron su guerra santa y emprendieron una rápida e ininterrumpida expansión. Los persas, debilitados por su anterior guerra con Bizancio, no pudieron sobrevivir el embate de estas tribus que emergían del desierto, y terminaron siendo sometidos. Por otro lado, las provincias bizantinas de Egipto, Palestina, Siria y Armenia volvieron a perderse (aunque está vez en manos musulmanas). Estas valiosas y ricas provincias cayeron en tan solo diez años, puesto que estaban muy debilitadas por la previa guerra contra los persas.

Transformaciones
En el 641 falleció Heraclio mientras veía desmoronarse el proyecto de su vida. Como el principio de corregencia no terminó de concretarse, quien sucedió a Heraclio fue su nieto Constante II, quien consolidó el mencionado proceso de transformación del imperio.
A mediados del Siglo VII, las fronteras bizantinas comenzaron a estabilizarse tras la primera expansión musulmana, y se llevó inició un proceso progresivo de helenización; donde se recuperó la identidad griega frente a la romana en las instituciones imperiales. Esto se evidencia en el ámbito del lenguaje, ya que se comenzó a abandonar el desusado latín por el griego (esta lengua no era la misma que se utilizaba en la antigüedad, y más bien era una evolución de esta referida como griego medieval o griego bizantino). Esto se vio influenciado en gran medida por la pérdida territorial, ya que ello hizo más homogéneo al imperio, y de este modo se hizo más eficiente a la administración.
Esta transformación también se ve reflejada en el ámbito religioso. Previo a la conquista del Islam, en varias partes de Sira, Armenia, Egipto y Cirenaica se habían extendido las herejías monofisita y nestoriana. Por ello los cristianos ortodoxos que vivían en Grecia, los Balcanes y Asia Menor, debían promulgar nociones teológicas como el monotelismo o el monoenergismo para intentar contentar a los diferentes cristianos. Tras las conquistas árabes, esto dejó de ser necesario, puesto que al perderse las mencionadas provincias, los habitantes bizantinos que restaban eran en su mayoría ortodoxos.
Durante el reinado de Constante II, el imperio también sufrió una reorganización territorial y se introdujeron nuevas reformas militares. El imperio, asolado por múltiples enemigos, fue dotado de un sistema defensivo más eficaz, en el cual se reorganizó el ejército mediante los themas, o themata. Estos themas eran distritos militares cuyo papel fundamental era la defensa de su territorio asignado. Este sistema llegó a sepultar el sistema administrativo del emperador Diocleciano, y perduró por los siguientes siglos. Quienes comandaba cada themas eran los estrategos, los cuales gozaban de amplia autonomía para defender su territorio. El ejército dejó de ser móvil y estar dividido en las famosas legiones, y más bien se estacionó un contingente en cada uno de estos distritos.

Este sistema de themas tomó particular importancia en Asia Menor, ya que era la región del imperio que colindaba con los árabes, y por ello la defensa territorial debía ser efectiva con tal de salvaguardar el resto del territorio. Del mismo modo, fue gracias al prodigioso fuego griego, que se logró ahuyentar a los árabes cada vez que pretendían acercarse a Constantinopla.
Como en las provincias perdidas era donde más desarrollo había alcanzado la artesanía y el comercio, el Imperio Bizantino pasó a ser un Estado basado en una economía esencialmente agraria. La invasión del Islam dificultó el comercio, por lo cual decreció la población, las ciudades perdieron su vieja importancia, y la aristocracia militar y terrateniente tomó mayor protagonismo. Además, ocurrió una notoria militarización en las provincias periféricas del imperio, y fue ahí donde se crearon los llamados exarcados. Un exarcado era una circunscripción militar bizantina en la que gobernaba un exarca. En total sólo se formaron dos: el Exarcado de Rávena y el Exarcado de Cartago, aunque este último cayó ante los musulmanes en el 698, lo cual marcó el fin del dominio romano en África.
En Europa, el imperio vio su frontera danubiana debilitada ante la creciente presión de eslavos, ávaros y búlgaros. Cabe hacer hincapié en estos últimos, los cuales se instalaron en la provincia de Mesia durante el reinado de Constantino IV. Los búlgaros migraron a los balcanes tras haber que abandonado sus asentamientos en el norte del Mar Negro cuando fueron expulsados por los jázaros alrededor del 640. El emperador no tuvo más remedio que reconocer a Bulgaria como un reino independiente, pese a haberse instalado dentro de sus fronteras.
Asimismo, aumentó la presión del Reino Lombardo sobre las posesiones bizantinas en Italia, lo cual volvió su dominio en la península cada vez más precario. Los eslavos, por su parte, fueron instalándose en los Balcanes – también dentro del territorio bizantino -, al punto de llegar hasta el Peloponeso.

Anarquía de los Veinte Años
En el 685 Justiniano II llegó al trono. Este emperador promulgó medidas impopulares, se hizo con múltiples enemigos en la corte y se ganó el descontento popular. Consecuentemente se produjo un golpe de estado en su contra en el año 695, encabezado por Leoncio, uno de los estrategos. Como castigo se le amputó la nariz y se le desterró a los dominios bizantinos en Crimea. La deposición de Justiniano II, dio inicio a un periodo de anarquía que duraría por los siguientes veinte años, en la cual varios estrategos de los themas lucharían por el trono de Constantinopla.
Este periodo fue profundamente inestable y, entre el 695 y el 717, ocurrieron media docena de golpes de Estado. Fue gracias a este contexto de luchas de poder, sublevaciones y golpes de estado, que se les presentó a los musulmanes la oportunidad ideal de marchar sobre la esplendorosa ciudad de Constantinopla. Fue un poderoso general de Asia Menor, llamado León el Isaurio, quien acudió al socorro del imperio. Este general dio un golpe de Estado en el 717, derrotó a los árabes, e instauró la Dinastía Isauria.

La Crisis Iconoclasta
Coronado como León III, consolidó el poder y autoridad de su Dinastía Isauria en el Imperio Bizantino tras haber derrotado exitosamente a la incursión árabe en Constantinopla. El nuevo emperador continuó con la reorganización militar que inició desde periodos de la Dinastía Heráclida, y fue con León III, que Bizancio completó su consolidación como un Estado pequeño, organizado para la defensa contra todos los enemigos que lo rodeaban.
Su mayor proyecto, y a su vez el más controversial, fue en el año 726, cuando promulgó un decreto que consideraba la adoración de imágenes una práctica herética y profana, ya que se conceptuaba que se le otorgaba un valor sobrenatural a las imágenes de santos o del propio Jesucristo.

La palabra ”iconoclasia” tiene su origen en la palabra latina de iconoclastes, la cual a su vez viene del griego eikonoklástēs. La cual significa, literalmente, ”ruptura de imágenes”. La iconoclasia hace referencia a la ”doctrina y actitud de aquellos que rechacen el culto a imágenes sagradas. La Querella Iconoclasta que llevaron a cabo los emperadores de la Dinastía Isauria, no solo consistió en el rechazo o el desuso de imágenes sagradas en las ceremonias litúrgicas; sino la destrucción virtual de las representaciones artísticas de carácter sagrado.
Las políticas de León III, hacían de las imágenes una especie de ”objetos mágicos” con cualidades idólatras o milagrosas, en lugar de la representación visual para la adoración de la deidad. Los soldados imperiales irrumpieron en las parroquias e iglesias, destruyendo y quemando todos los íconos. De esta forma se forjaron dos bandos sólidos dentro del propio imperio: por un lado los iconoclastas, simpatizantes de las políticas de León III; y en la otra mano, los iconódulos, quienes defendían la adoración a las imágenes, recibiendo apoyo del propio papado, quien veía con malos ojos las doctrinas teológicas del emperador bizantino.

La lucha teológica sobre la legitimidad de la utilización y producción de imágenes dejó una profunda división entre los defensores de la iconoclasia y la iconodulia. Esta división llevó al emperador León III a expulsar al patriarca de la Iglesia Ortodoxa, Germano I, fiel defensor de la iconodulia; y reemplazarlo con Anastasio I. Este evento no solo dividió aún más a los teólogos bizantinos, sino llevó a una querella que enfrentó León contra el Papa Gregorio II.
La política iconoclasta se acentuó aún más con el heredero de León III, Constantino V, quien sucedió a su padre en el año 741. El reinado de Constantino V fue sumamente caótico: rebeliones, epidemias, invasiones, centralización política, autoritarismo, y persecuciones a iconódulos. A tal punto que el Papa Esteban II deslindó totalmente con el Imperio Bizantino, proclamando la independencia del Exarcado de Rávena al convertirlo en los Estados Pontificios – esto se logró con apoyo de Pipino el Breve, rey de los francos.
En el año 754, Constantino V convocó el Concilio de Hieria, el cual terminó condenando la iconodulia al considerarla idolatría; señalando que la verdadera imagen de Jesucristo se encontraba en la eucaristía.
Constantino V encontró la muerte durante una campaña contra los búlgaros en el 775, quien le sucedió fue su hijo León IV, ”quien mantuvo una política iconoclasta moderada”. No levantó el edicto prohibitorio de la adoración a imágenes, pero sí acabó con las persecuciones y revalorizó el culto a la Virgen. León IV también permitió el regreso a Constantinopla de los monjes iconódulos, exiliados durante los turbulentos reinados de su padre y abuelo. Su reinado fue efímero, ya que encontró la muerte en el año 780.
Irene y el Concilio de Nicea II
La muerte de León IV, significaba que el trono bizantino debía recaer en su hijo Constantino VI, pero debido a la corta edad del nuevo Basileus, la regencia del imperio fue asumida por su madre, Irene de Atenas. La regente planeó una serie de proyectos para terminar con la iconoclasia; lo primero que hizo fue imponer como patriarca de Constantinopla al iconódulo San Tarasio.
En el año 787, Irene y Tarasio, buscando restaurar la paz, acabar con la impopular reforma iconoclasta, y lograr la unidad de ambas iglesias, convocaron un Segundo Concilio de Nicea. Originalmente el concilio iba a tener lugar en la Iglesia de los Santos Apóstoles en Constantinopla, pero dada a la inestabilidad social de la capital, acabaron trasladando la reunión a Nicea. En dicho concilio, se suprimió la iconoclasia, y el Imperio Bizantino volvió a las políticas de la iconodulia.

A pesar de los esfuerzos de Irene de unificar al Cristianismo, aún había desconfianza entre el Papado y el Patriarcado de Constantinopla. Especialmente tras la alianza del Papa León III con Carlomagno, rey de los francos. La situación empeoró cuando Constantino VI alcanzó la mayoría de edad y le exigió a su madre el trono, ella se lo negó y terminó cegándolo.
Irene se proclamó emperatriz del Imperio Bizantino, pero ocurrió una querella con el papado que terminó aplastando las relaciones entre Occidente y Oriente. Resulta que en el año 800, el Papa León III coronó a Carlomagno como Imperator Augustus Charlemagne, en vistas de restablecer al Imperio Romano, alegando que el título de ”emperador de los romanos” estaba vacante.
El reinado de Irene acabó con un golpe de estado ocurrido en el año 802, tras el cual llegó al poder Nicéforo I, quien instauró la Dinastía Fócida. La emperatriz fue exiliada a la isla de Lesbos donde fallecería un año después; de esta forma se puso fin a la controversial Dinastía Isauria, quienes fueron inmortalizados por la historia gracias a su Querella Iconoclasta.
Reflexiones del Autor
La Querella Iconoclasta fue una de las varias disputas teológicas medievales entre la Iglesia Católica y la Iglesia Ortodoxa, la cual se manifestó a través de la destrucción de imágenes e íconos religiosos. Es interesante ver como esta misma doctrina fue aplicada por los árabes, ya que, al igual que León III y Constantino V, consideraban que la adoración de imágenes era profana e idólatra. Esta semejanza se podría atribuir a la procedencia de la Dinastía Isauria, resulta que Isauria es una región de Asia Menor que colinda con el Medio Oriente musulmán. Así que es posible que se hayan visto influenciados por el Islam a la hora de promulgar la reforma iconoclasta. También es importante reflexionar sobre la pérdida de invaluables obras de arte gracias al fanatismo de estos emperadores.
Referencias Bibliográficas
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Garrido, A [Pero eso es otra Historia]. (2018, Julio 28). IMPERIO BIZANTINO 2: La Amenaza Musulmana y la Querella Iconoclasta (Documental Historia). Recuperado el 26 de Marzo de 2021 en https://www.youtube.com/watch?v=J2pa3p_PkOY
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