La Cruzada Albigense

En la Francia de inicios del Siglo XIII, se llevó a cabo una sanguinaria contienda denominada la cruzada albigense – término que proviene de Albi, ciudad del suroeste francés. También conocida como cruzada cátara, o cruzada contra los cátaros, fue un conflicto armado que tuvo lugar entre 1209 y 1244, por iniciativa del Papa Inocencio III, y de la poderosa Dinastía de los Capetos. Esta expedición tuvo como objetivo erradicar con la herejía cátara, la cual se había esparcido por la zona del Languedoc, en la región de Occitania.

Cruz de Occitania o de Toulouse, imagen asociada con los cátaros

El Catarismo

Un siglo atrás, el movimiento cátaro comenzó a consolidarse en la Occitania. Se trataba de una secta gnóstica, cuyos creyentes se hacían llamar cátaros (del griego katharos; es decir, puro). Estos cristianos disidentes eran críticos con los comportamientos de la Iglesia: su extravagancia, sus lujos, sus actitudes y sus prácticas. En tal sentido, al sostener que el Catolicismo se había desviado de las enseñanzas de Jesucristo, los cátaros adoptaron el nombre de ”puros”, asegurando ser los únicos que realmente proclamaban el mensaje de las Sagradas Escrituras.

Aparentemente, el catarismo fue un resurgimiento medieval de las doctrinas persas maniqueas; las cuales habían tomado protagonismo en territorio bizantino durante los siglos anteriores, formando sectas como la pauliciana o el movimiento de los bogomilos. Del mismo modo, los cátaros guardaban muchas influencias del cristianismo primitivo.

El momento de mayor expansión de esta herejía fue a finales del Siglo XII; en un periodo donde el territorio francés había quedado fraccionado en tres zonas de influencia: el noreste dominado por el rey de Francia, el oeste dominado por el Imperio Angevino, y el sur, la Occitania, con influencia mixta entre el Condado de Toulouse y vasallos de la Corona de Aragón. Además, esta época se caracterizó por bastantes confrontaciones entre el poder espiritual papal y el poder terrenal real, cada uno queriéndose imponer al otro. Y a raíz de la Reforma Gregoriana, varios cristianos se desencantaron con el papado, y comenzaron a integrar el catarismo. El movimiento cátaro tuvo una importante influencia en estos Estados feudales del Languedoc, como los condados de Toulouse, Foix, Carcasona, Bearne, Montpellier o Comminges, cuyos señores apoyaron esta herejía por puras conveniencias políticas.

Reino de Francia, último tercio del Siglo XII

La doctrina cátara chocaba de frente con los postulados de la Iglesia. Por ejemplo, los cátaros creían en la dualidad de dioses; es decir la existencia de un dios bondadoso y otro malvado. Solo aceptaban el Nuevo Testamento, puesto que, según su cosmovisión, el Antiguo Testamento era una crónica de la creación del mundo por el dios malvado. Su visión del mundo también era dualista, ya que sostenían la existencia de dos principios supremos: el bien y el mal, el primero proveniente del mundo espiritual, y el segundo del mundo terrenal. Es decir; según la doctrina cátara, todo lo mundano pertenecía al demonio, y solo lo espiritual a la divinidad. Por lo tanto, rechazaban la santidad de la Iglesia, la encarnación de Jesucristo, los sacramentos, y el matrimonio.

Asimismo, negaban la existencia de la trinidad; aseguraban que la salvación se podía conseguir mediante la oración y la fe, y no a través del perdón de los pecados; y rechazaban la adoración a íconos (como la cruz). Para ellos el cuerpo humano era una creación del dios malvado, mientras que el alma era proveniente del dios bondadoso. Es por ello que negaban el concepto del infierno, ya que el equivalente a este vendría a ser el propio mundo, donde las almas debían purificarse a través de sucesivas reencarnaciones hasta alcanzar un grado máximo de transcendentalismo que eventualmente los llevaría junto a Dios, escapando del infierno material al paraíso espiritual.

Inocencio III y las Misiones al Languedoc

A medida que transcurrían los años, la presencia del catarismo se hacía cada vez más notable, y cada vez sus filas se volvían más numerosas. Esta herejía pronto llegó a oídos de Roma, donde el Papa Inocencio III vio los dogmas fundacionales de la Iglesia Católica totalmente agrietados, y su autoridad social rechazada. Este pontífice fue uno que trabajó durante todo su papado en acertar la supremacía de la Iglesia en toda Europa, y creía en la virtud de las armas siempre y cuando estas estén guiadas por Dios. Es por ello que decretó numerosas bulas de cruzada, como la cuarta y quinta cruzada, la cruzada en contra de los almohades, o la cruzada albigense.

En 1198, Inocencio III envió una carta a los arzobispos occitanos, instándoles a hacer un esfuerzo de predicación en el Languedoc. Y a partir de 1200, el papa envió a sus legados para combatir este pensamiento, con plenos derechos para excomulgar, sustituir prelados, y reformar el clero local. El pontífice Inocencio adjudicaba la expansión de la herejía cátara a la falta de predicación, a la ausencia de clérigos bien instruidos, y al escaso número de iglesias en el Languedoc.

Papa Inocencio III de Roma

Estas acciones iniciales de Roma tuvieron poca influencia, ya que el catarismo estaba fuertemente consolidado en tierras occitanas, dado al descuido de la Iglesia y los reyes de Francia. El pontífice ya había urgido al rey Felipe II Augusto a tomar un rol más protagónico, pero él se encontraba indispuesto debido a su contienda contra los ingleses de Juan Sin Tierra.

Tampoco fue de mucha ayuda la pasividad de los señores occitanos, encabezados por Raimundo VI de Toulouse y Pedro II de Aragón. No fue hasta 1203, que Inocencio III optó por enviar a dos juristas, miembros de los más altos rangos de la Orden del Císter: Raúl de Fontfroide y Pedro de Castelnau. Y a estos clérigos, se les sumaron el abad de Citeaux, Arnaldo Amalric, y los castellanos Diego de Acebes y Domingo de Guzmán (posterior fundador de la Orden Dominicana).

La renombrada delegación vio con malos ojos como Raimundo VI, señor de Toulouse, en lugar de apoyarles en su lucha contra la herejía cátara, había expresado sus intenciones de posicionarse de lado de su gente. Tenemos que destacar los esfuerzos de predicación de Domingo de Guzmán, quien fundó varios centros de estudios de teología, e incluso llegó a convertir a los perfectos, los clérigos cátaros.

Santo Domingo y los Albigenses, cuadro de Pedro Berruguete, Palencia Siglo XV

Al ver la simpatía y la actitud protectora de Raimundo VI con los cátaros, Pedro de Castelnau procedió a excomulgarlo en nombre de la Santa Sede, castigo que incluía la confiscación de bienes y tierras. En este tenso escenario – con la herejía en pleno auge, la notable pasividad de los nobles occitanos, y Roma humillada – sucedió un evento decisivo que serviría como detonante: el asesinato del legado Pedro de Castelnau mientras cruzaba el río Ródano en 1208.

El pontificado determinó que el responsable de este homicidio era el conde Raimundo VI, e hizo un llamamiento a los señores europeos a unirse en una cruzada para pacificar este rebelde territorio. La proclamación de esta cruzada albigense fue parecida, en su forma, a aquellas que eran llevadas a cabo en Tierra Santa: ya que se le prometía a los participantes el perdón de los pecados y una fracción de las tierras conquistadas.

Asesinato del legado papal Pedro de Castelnau (1208)

Desarrollo de la Cruzada

El 1209 se reunió un monumental ejército cruzado compuesto por 20 000 caballeros franceses y 200 000 civiles. El liderazgo recayó sobre el conde Simón IV de Montfort y el abad Arnaldo Amalric (quien se encargaría de la parte espiritual de la expedición). El papa también convocó al rey de Francia, Felipe II Augusto, pero dado que estaba en guerra contra el rey de Inglaterra, no podía permitirse dividir a su ejército para lidiar con herejes.

Mapa de Occitania 1209

El ejército se agrupó en Lyon, descendieron por el valle del Ródano, y llegaron a la rebelde Occitania. El primer objetivo de la cruzada albigense fue la ciudad de Béziers, la cual sufrió un duro asedio a manos del ejército de Simón de Montfort. Tras derribar las murallas y saquear la ciudad, los cruzados exterminaron a una parte importante de la población sin tener en cuenta su profesión religiosa. Las crónicas relatan que Arnaldo Amalric exclamó en Béziers: ¡Matadlos a todos, Dios reconocerá a los suyos!

La masacre de Béziers acabó con la vida de entre 7000 y 8000 personas; se debate si dicha acción se produjo con la intención de intimidar a las demás ciudades del Languedoc, o simplemente fue el resultado del accionar cruel y temperamental de Simón de Montfort y sus cruzados. Al parecer la matanza consiguió el efecto esperado, ya que sembró el pánico en la región, y varios burgos se rindieron sin ofrecer resistencia (como fue el caso de Narbona). Esto permitió a los cruzados tener vía libre hacia la ciudad de Carcasona, dominada por la poderosa familia de Trencavel, vasallos de Pedro II de Aragón.

Carcasona era una ciudad fuertemente amurallada, por lo que el vizconde Raimundo Roger Trencavel se negó a rendirla. Tras un infructífero asedio, ambas partes acordaron sellar un acuerdo de rendición favorable tanto para el vizconde como para los cruzados. Pero los cruzados incumplieron a su palabra, ya que encerraron a Trencavel en la mazmorra de su propia fortaleza.

Asedio de Carcasona (1209)

Tras la caída de Carcasona, varios señores occitanos vieron atemorizados como el implacable ejército de Simón de Montfort comenzaba a acorralarlos en sus dominios. Los caballeros cruzados tomaron varias localidades y ciudades del Languedoc, dichas conquistas no solo serán recordadas por su rapidez y efectividad, sino por la crueldad que la acompañó (motivada por Montfort, ”un experto guerrero, codicioso, sanguinario y sin escrúpulos”).

Esto se puede evidenciar en la toma de la ciudad de Minerve en junio de 1210, donde se quemó en la hoguera a 140 cátaros. También se puede observar en los exterminios que siguieron en las capturas de las fortalezas de Termes y Pulvert; o en la villa de Lavaur, donde ochenta caballeros occitanos fueron ahorcados, y 400 cátaros quemados.

Sin embargo, los cruzados fueron doblegados cuando amenazaron en internarse cerca de Toulouse. El conde Raimundo VI, viendo su poder peligrar, convocó a todos sus vasallos, y a su señor Pedro II de Aragón, a apoyarle en esta contienda contra los cruzados. El rey de Aragón cruzó los pirineos en el verano de 1213, tan solo un año después de su glorificada e histórica victoria en la Batalla de las Navas de Tolosa, en la que participó en conjunto con los demás reinos peninsulares. Si bien es cierto que Pedro II había aceptado someterse al poder papal años atrás, él no podía ignorar el pedido de auxilio de sus vasallos occitanos, de cuya lealtad dependía su poder.

El 30 de agosto de 1213, las fuerzas conjuntas de Pedro II de Aragón, Ramón VI de Toulouse, Bernardo IV de Comminges y Raimundo Roger I de Foix, pusieron un cerco al castillo de Muret, a 20 km al suroeste de Toulouse. Simón de Montfort dejó inmediatamente su puesto en Fanjeaux, y partió rumbo a Muret en compañía de 1 000 caballeros franceses.

La Batalla de Muret – el encuentro más decisivo de toda la cruzada albigense – se libró el 12 de septiembre de 1213. La alianza occitano-aragonesa contaba con un aproximado de 10 000 soldados, frentes a las escasas 1 000 tropas cruzadas que protegían la estratégica fortaleza de Muret. Viendo su clara desventaja numérica y logística, Simón de Montfort comprendió que la única forma de salir victorioso del encuentro era dando muerte al rey aragonés. Fue así como murió el rey Pedro II, cuando las huestes francesas lo rodearon en la retaguardia del asedio, asesinándole.

La muerte del monarca aragonés sumió en el caos a las filas occitanas y aragonesas, lo que provocó una de las mayores victorias del bando cruzado. Simón de Montfort, bajo la aureola de su éxito, comenzó a ganar cada vez más territorio, a costa de los debilitados señores occitanos y la trastocada Corona de Aragón. Las tierras conquistadas, y los títulos que las acompañaban, fueron a parar a Simón de Montfort. Asimismo tras el IV Concilio de Letrán de 1215, se le desposeyeron las tierras a Raimundo VI de Toulouse. La contienda prácticamente estaba ganada.

Sin embargo, la balanza volvió a inclinarse en el bando occitano en 1216, año en que fallece el Papa Inocencio III. La muerte del pontífice fue seguida de un levantamiento armado de los señores occitanos en contra del poder de la Iglesia. Raimundo VI, quien había estado refugiado en Barcelona tras los eventos en Muret, desembarcó en Marsella con la intención de retomar la lucha y recuperar sus territorios. Montfort, dispuesto a terminar con este agotador conflicto, puso sitio a Toulouse – el principal bastión cátaro del Languedoc – pero falleció durante el enfrentamiento al impactarle en la cara una piedra lanzada por una catapulta.

Muerte de Simón de Montfort durante el asedio a Toulouse (1218)

Tras la muerte del general cruzado, fue tarea de su hijo, Amalarico VI de Montfort, comandar los ejércitos nobiliarios; pero este ausentaba los dotes militares, el carisma, y el genio táctico de su difunto padre, siendo derrotado sucesivamente. Entre 1221 y 1223, los occitanos, liderados por Raimundo VII de Toulouse (hijo y sucesor de Raimundo VI), tomaron varias de las posesiones y fortalezas cruzadas, obligándolos a replegarse a Carcasona – volviendo a un estado similar al del inicio de la cruzada albigense.

La debilidad de las tropas cruzadas, el estancamiento de la guerra, y el caótico escenario que se ceñía sobre Francia, motivó a que un poderoso personaje tome las riendas para la pacificación de la rebelde Occitania. Me refiero al mismísimo rey de Francia, Luis VIII, apodado el León. En 1226, las tropas reales francesas descendieron por el valle del Ródano y sometieron Aviñón.

Gracias a los grandes números que disponía Luis el León, así como su poderosa flota, los franceses lograron tomar varias zonas de Occitania y arrasaron todo el territorio, sometiendo tanto a los nobles rebeldes como a los cátaros. La ocupación real de Occitania, sumado a la excomunión de Raimundo VII, obligaron a los señores occitanos a doblegarse y, en 1229, a firmar el Tratado de Meaux con el rey de Francia. Aquí se estableció el cese a las hostilidades, a la vez que se decretaba la sumisión del Condado de Toulouse a la corona francesa en lo político, y a la Iglesia Católica en lo espiritual.

Consecuencias

Si bien es cierto que en 1229 se firmó un tratado de paz, esta no sería el final oficial de la cruzada albigense, ya que los enfrentamientos entre las tropas reales francesas y los señores occitanos, seguirían estando presentes hasta mediados del Siglo XIII. Específicamente, cuando las fuerzas leales al rey Luis IX terminaron de derribar las últimas fortificaciones afiliadas a los cátaros en la región, como la de Montsegur en 1244 y la de Quéribus en 1255. Ello llevaría a las últimas matanzas de la guerra, y, eventualmente, al fin del catarismo.

La consecuencia más notable de la cruzada albigense es, como mencioné, el fin de la doctrina cátara y su movimiento (al menos en el Languedoc). Gracias a la guerra, a las encarnizadas matanzas que se llevaron a cabo, y a la posterior represión, el movimiento cátaro fue desarticulado, entró en declive, para luego ser erradicado del sur de Francia. Sin embargo logró sobrevivir en las periferias de la Corona de Aragón, y en Bosnia; para luego terminar de morir en el Siglo XIV, durante la expansión otomana por los Balcanes.

Además, fue gracias a la cruzada albigense, que la Iglesia Católica logró mantener su hegemonía frente a las herejías que aparecieron en Europa Occidental en aquellas fechas. Incluso, fue durante los numerosos avatares aquí relatados, que Europa vio nacer al tribunal de la Inquisición, y a la Orden de los Predicadores u Orden Dominicana.

En planos políticos, debemos destacar la disolución del Condado de Toulouse, y el fin de la expansión aragonesa por el norte de los Pirineos. Sucedió que la Occitania terminó de anexionarse al Reino de Francia, después de gozar de relativa independencia durante los últimos siglos. Justamente sería la cruzada albigense, el inicio de un proceso extenso y pausado de centralización del poder en la monarquía, y de unificación territorial; los cuales no terminarían de concretarse hasta el Siglo XV.

Referencias Bibliográficas

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