El 16 de julio de 1212, en un descampado de Sierra Morena – no muy lejos de Jaén – y junto a lo que hoy es el municipio de Santa Elena, tuvo lugar la trascendental y decisiva Batalla de las Navas de Tolosa. Se trata de una batalla a campo abierto que concluyó con una victoria contundente del bando cristiano frente a las tropas sarracenas. La victoria castellana supuso un punto de inflexión en la Reconquista, puesto que tras su desenlace, la geopolítica interna de la península Ibérica no volvió a ser la misma.
Después de las Navas, se dio inicio al declive del poderío musulmán en Hispania, ya que no volvió a surgir alguna potencia islámica capaz de revivir el esplendor andalusí de años pasados. Asimismo, el desenlace del encuentro permitió a las huestes castellanas expandirse hasta más allá del valle del Guadalquivir (el centro neurálgico de Al Ándalus en la Baja Edad Media).

Antecedentes
A mediados del Siglo XII, Alfonso VII de la Casa de Borgoña, quien era rey de Castilla y León, dominaba la cuenca del río Tajo y mantenía fuertes defensivos a lo largo del río Guadiana. Al mismo tiempo, el Imperio Almorávide, el cual dominaba Al Ándalus y Marruecos, veía su poder tambalearse al aumentar la inestabilidad interna. Alrededor de 1145, una oleada de independencias recorrió Al Ándalus, y tal como sucedió un siglo antes, la fracción musulmana de la península volvió a fragmentarse en los reinos de taifas (pequeños señoríos musulmanes regionales).

La debilidad de estos jóvenes emiratos fue diligentemente aprovechada por Alfonso VII, quien contemplando el desfallecimiento del oponente, cabalgó por toda Al Ándalus y se dio el gusto de ocupar Coria, Jaén, Córdoba y Almería. En 1157, tras la expedición, el rey Alfonso regresó a Castilla, solo para fallecer en el trayecto.
La historia de los almorávides terminó de la misma forma en la que empezó: con un levantamiento de una nueva dinastía magrebí, más fanática y fundamentalista que su predecesora. Me refiero a la Dinastía Almohade, quienes se sublevaron en varios puntos del Magreb almorávide, y para 1147 ya se habían hecho con Marrakech. Los califas del Imperio Almohade fueron conocidos por los reinos peninsulares como miramamolines, como el resultado de una divertida adaptación fonética de ”Amir al Muslimin”, o ”príncipe de los creyentes”.
Los miramamolines cruzaron el Estrecho de Gibraltar y conquistaron a los segundos reinos de taifas, reunificando así toda Al Ándalus. Del mismo modo, estos se expandieron por el Magreb central y oriental, conquistando Argelia, Ifriqiya y la Tripolitania. El siguiente blanco de los almohades era Castilla, gobernado por Alfonso VIII, quien heredó dicho reino de su abuelo Alfonso VII. Los almohades atravesaron Sierra Morena, y vencieron de forma humillante a la hueste de Alfonso VIII en la Batalla de Alarcos, ocurrida en 1195.

Derrotado y ultrajado, el rey no tuvo más remedio que replegarse a su capital, Toledo, mientras que observaba impotente cómo los almohades se hacían con todo territorio al sur del Tajo. Alfonso VIII estaba impaciente por reparar el daño causado en Alarcos y humillar a los sarracenos en un combate decisivo y campal de la misma forma en que lo humillaron a él; sin embargo, Castilla estaba arrinconada, exhausta, e imposibilitada de contraatacar debido a la falta de efectivos.
Facciones y Protagonistas
La Batalla de las Navas de Tolosa no solo destaca por lo que representa históricamente, sino por los distintos recordados personajes que participaron en el memorable encuentro. Indiscutidamente, el más importante fue Don Alfonso VIII de Castilla, no solo porque la convocatoria del ejército cristiano haya partido de una iniciativa suya, sino por su generosa reputación, la cual es ampliamente glorificada por los historiadores y cronistas. Alfonso VIII, casado con la princesa Leonor Plantagenet, era apodado ”el Noble”, no sólo por su valor y sus grandilocuentes triunfos, sino por sus virtudes y heroísmo. Incluso Gaspar Ibáñez de Segovia, marqués de Mondéjar en el Siglo XVII, calificó a Alfonso el Noble como ”uno de los mayores príncipes que florecieron en España en todas sus coronas”.
Para poder reunir un ejército – y así poder contraatacar a los sarracenos – Alfonso VIII tuvo que hacer a un lado sus riñas con sus vecinos cristianos en León y Navarra, y en su lugar, armar alianzas. Un influyente personaje que apoyó a su monarca en la convocatoria del ejército, fue el arzobispo de Toledo, Rodrigo Jiménez de Rada: un clérigo más dedicado a la política que a la liturgia. El arzobispo convenció a Alfonso VIII de recurrir a la Santa Sede, y así lograr que el Papa Inocencio III convoque una bula de cruzada contra los almohades.


El resultado fue que un gran número de cruzados, unos 2000 soldados provenientes de los distintos reinos occidentales, cruzaron los Pirineos y se unieron a las huestes castellanas en el Tajo. Liderados por obispos de ciudades como Nantes, Burdeos o Narbona, miles de soldados estuvieron llegando sucesivamente a Toledo durante varios meses. Esta inmensa convocatoria no se pudo haber logrado sin los esfuerzos predicadores de Jiménez de Rada, quien estuvo predicando cerca de un año en Europa, buscando fondos y reclutando a señores y a sus ejércitos.
El llamado del rey Alfonso también fue respondido por otros monarcas peninsulares, quienes descartaron sus rencores y permitieron que contingentes armados salieran de sus territorios rumbo a Toledo. Los reyes Pedro II de Aragón y Sancho VII de Navarra se integraron a la convocatoria de su homónimo en Castilla con sus respectivas huestes y vasallos. Por su parte, los monarcas Alfonso IX de León y Alfonso II de Portugal rechazaron el llamamiento de cruzada por su enemistad con Alfonso VIII y el papa. Por ello, el castellano pidió al papa proteger su retaguardia, por lo tanto, Inocencio amenazó con la excomunión a todo soberano que ataque a otro si es que este se encontraba en una cruzada.


El enemigo a abatir era Al Nasir, IV miramamolín del Imperio Almohade. La corte almohade no era ajena a lo que se organizaba en territorio cristiano, e hicieron los preparativos pertinentes para la inminente guerra santa. Al Nasir reunió un ejército compuesto por soldados experimentados, el cual reunía tanto a andalusíes como a magrebíes; también logró traer un contingente de arqueros turcos, así como tropas árabes y bereberes.

Primeros Movimientos
Fue así como el 20 de junio de 1212, un potente ejército cristiano, formado por 100 000 efectivos, partió de Toledo rumbo a la sierra, donde tendría lugar el encuentro con las huestes sarracenas.
A los pocos días después de la partida, los contingentes de voluntarios europeos divisaron la fortaleza mora de Madagón. Los cruzados tomaron las torres laterales y penetraron al corazón de la fortaleza, acuchillando sin piedad a toda la guarnición almohade que la custodiaba. Dicho hecho disgustó enormemente a Alfonso VIII, quien era partidario de llegar a una capitulación forzosa con los andalusíes, y permitir que se marcharan o bien que se asienten en los exteriores y que sirvan como mano de obra.
Tras la caída de Malagón, el ejército cristiano cruzó el Guadiana a por la fortaleza de Calatrava la Vieja (llamada Qalat Rabah por los andalusíes). Esta fortaleza era un antiguo enclave de la Orden de Calatrava, una rama hispánica de los caballeros templarios; estos monjes tuvieron que abandonar el fuerte ante el empuje de los almohades décadas atrás. Esta vez fue el criterio de Alfonso VIII el que sostuvo la preeminencia: se impuso una capitulación a los moros, se hizo que se les devolviera la fortaleza a los caballeros de Calatrava, y se repartió el botín entre todas las partes victoriosas.

Desafortunadamente, tras la toma de estas dos fortalezas, varios voluntarios europeos (llamados ultramontanos o gentes de ultrapuertos) desertaron masivamente. Esto se puede atribuir al desgaste físico, psíquico y moral después de dos duros asedios en medio del fuerte calor del verano peninsular, puesto que los ultramontanos provenían de tierras más templadas en la Europa continental. Del mismo modo, los caballeros europeos tenían bastantes ansias de enfrentarse a los infieles almohades, y debido a que la prometida confrontación se postergaba, estos comenzaron a percibir que la ”guerra santa” era un pretexto de Alfonso VIII para expandir sus dominios. Fue así como la práctica totalidad de las fuerzas europeas ultramontanas volvieron a sus tierras ”sin honor o gloria”.
Sin embargo, una potente hueste navarra del rey Sancho VII se unió al gran ejército cristiano, por lo cual se lograron recuperar parcialmente los efectivos perdidos. El ejército de los tres monarcas – Alfonso VIII de Castilla, Pedro II de Aragón y el mencionado Sancho de Navarra – se adentró en el profundo Al Ándalus, cruzó Alarcos (la localidad donde el ejército castellano fue humillado diecisiete años atrás), y a principios de julio, se encontró en las puertas de Sierra Morena.

El califa almohade, Al Nasir, estaba al tanto de la situación, e hizo que le cortaran el paso a los cristianos a través de las montañas, posicionando a sus hombres en puntos clave. Él sabía que las montañas de Sierra Morena serían infranqueables si estaban debidamente protegidas, ya que así limitaba sustancialmente la capacidad de maniobra del enemigo.
La situación era sumamente desfavorable para los cristianos: ”no había posibilidad de cruzar los pasos sin que aquello deviniera en una carnicería”. Para aquel entonces los víveres eran bastante escasos, y las tropas no iban a aguantar hasta encontrar otro desfiladero libre, puesto que el largo viaje desde Toledo ya los había dejado bastante fatigados. Tampoco había ninguna ciudad cercana para reponer fuerzas, ya que el territorio entre la Sierra Morena y el río Guadiana era ”tierra de nadie”.
Las crónicas castellanas relatan que un pastor local se acercó al campamento del rey para informar que los almohades habían dejado desatendido un paso en el oeste, el cual llamaron el Puerto del Rey. Alfonso VIII envió al señor de Vizcaya, Diego López II de Haro, a explorar el paso, y efectivamente estaba libre de peligro. Los ejércitos cristianos llegaron el 13 de julio a las Navas y acamparon en la Ensancha. Los cronistas no tardaron en exaltar esta revelación, alegando que en realidad el pastor se trataba de San Isidro el Labrador, quien habría descendido del Cielo para ayudar al ejército de los tres reyes.
Desarrollo del Encuentro
El miramamolín no lo vio venir: había cortado el paso a través de todos los desfiladeros, e igualmente el potente ejército cristiano logró encontrar una brecha y penetrar hasta el corazón de Al Ándalus. Al Nasir fue al encuentro de los cruzados, y a primera hora de la mañana del 16 de julio de 1212 se encendió la batalla. El ejército cristiano estaba organizado en tres cuerpos, cada uno liderado por cada rey: al centro, el ejército de Castilla, a su izquierda el de Aragón y a su derecha el de Navarra.
Pedro II de Aragón se encargó del ala izquierda, que se desplegó, a su vez, en tres líneas sucesivas: García Romero encabezó la vanguardia y Jimeno Coronel, junto a Aznar Pardo, dirigieron el centro, mientras que el propio rey encabezaba la retaguardia, quien a su vez era reforzado por la infantería y los ballesteros de los condes de Urgel y Ampurias. Según la crónica de Jiménez de Rada, estas fuerzas estaban reforzadas por algunas milicias de las ciudades de Castilla. El cuerpo de la derecha estaba liderado por Sancho VII de Navarra, quien era reforzado por las milicias de Segovia, Ávila y Medina.
El cuerpo central era comandado por Alfonso VIII de Castilla, quien delegó la vanguardia a Diego Lopez de Haro, este último era reforzado por su mesnada señorial, caballeros cistercienses, tropas occitanas lideradas por el arzobispo Arnaldo Amalric, y contingentes portugueses y leoneses. La segunda línea de combate la lideraba el conde Gonzalo Núñez de Lara, quien era reforzado por guarniciones templarias, hospitalarias y de Calatrava. La retaguardia estaba al mando del rey castellano, rodeado por el arzobispo de Toledo y los demás obispos, así como por los barones y magnates del reino. Alfonso VIII guardaba bajo la manga un contingente de caballería, que se uniría o bien para reforzar al flanco más débil o para dar el último remate al contertulio.

Pocos datos arrojan las fuentes musulmanas respecto a como el califa almohade organizó su ejército y que táctica de batalla empleó. Los moros de por sí, ya contaban con la ventaja, pues dominaban las alturas. El grueso de las tropas almohades provenían de las provincias de Al Ándalus y del Magreb, quienes debían dispersar la carga cristiana; Al Nasir lideraba la retaguardia, quien a su vez ara protegido por su guardia califal, por fornidos soldados africanos y por el llamado ”palenque”: una pequeña guarnición de fanáticos que se había encadenado a la tienda del miramamolín, para defenderla a muerte y no huir pase lo que pase. La primera línea de defensa almohade – la carne de cañón – estaba compuesta por los desafortunados voluntarios que respondieron al llamado de la yihad, y por ello estaban más predispuestos al sacrificio. Tras ellos encontramos ballesteros, arqueros turcos, una potente caballería profesional, e incluso camellos y bestias de carga.


La primera carga del ejército cristiano se dio con el grito de batalla de Diego Lopez de Haro, quien acompañado por su vástago, llevó a su guarnición hasta donde se encontraba el grueso del ejército almohade. Los sarracenos realizaron un típico movimiento envolvente, y la vanguardia del vizcaíno se detuvo a pelear. Los tres reyes intervinieron en el momento preciso, y entendiendo que todo estaba en juego, Alfonso VIII envió a su potente caballería a reforzar los flancos.
Los enemigos atacaban en desbandada, creyendo que su victoria era inminente, pero no fueron capaces de hacer frente a los tres reyes, quienes atacaban con toda su retaguardia. El objetivo de esta célebre ”carga de los tres reyes” no era auxiliar a las tropas de vanguardia sino arremeter directamente en el palenque, que se encontraba expuesto. El primero en llegar a la tienda de Al Nasir fue Sancho VII, quien acompañado por 200 caballeros navarros, acuchilló a los encadenados y rompió las cadenas que los unían a las maderas. Esas cadenas fueron conservadas, y posteriormente fueron incorporadas al escudo de Navarra.

Tras la caída de la tienda del califa, el ejército almohade se vino abajo, los moros desertaban en todas direcciones, y Al Nasir no tuvo más remedio que huir hacia el sur. Los monarcas hicieron perseguir a los almohades fugitivos, para evitar que días después se reorganizaran e intentaran un contraataque. El pendón de la tienda de Al Nasir también fue recogido, y fue enviado al Monasterio de las Huelgas, en Burgos, donde es custodiado por las monjas hasta el día de hoy. Finalizada la batalla, los obispos ahí presentes se reunieron solemnemente y recitaron el Te Deum.
Consecuencias
La mayoría de los historiadores concuerdan que esta batalla representó un punto de inflexión en la Reconquista. Si bien es cierto que el resultado de las Navas no destruyó al Imperio Almohade, el hecho es que su poder en Al Ándalus y el Magreb declinó significativamente durante la década posterior. El humillado miramamolín huyó a Marrakech, donde moriría años después sin poder recuperarse de su derrota en la sierra. El poderío almohade en la península quedó tan debilitado, que esta volvió a fraccionarse en los reinos de taifas, los cuales fueron presa fácil para la ininterrumpida expansión cristiana al sur.
Tras su victoria, los tres reyes decidieron quedarse por la zona para consolidar la posición, conquistando las fortalezas de Ferral, Tolosa, Vilches y Baños de la Encina; así como las ciudades de Úbeda y Baeza (la primera tras una breve batalla, y la segunda fue sin esfuerzo, puesto que los moros la abandonaron tras enterarse de la derrota de Al Nasir). Las puertas del valle del Guadalquivir estaban abiertas de par en par.
Alfonso VIII finalmente obtuvo su venganza contra los almohades tras su derrota en Alarcos diecisiete años atrás, y de paso, se reconcilió con los reyes de Navarra y Aragón. A su regreso a Toledo, el rey fue recibido con pompa, y sus hazañas pasaron a ser relatadas a través de los famosos cantares de gesta medievales. Tras Alfonso VIII, su nieto Fernando III continuaría la expansión castellana hasta arrinconar a los moros en Granada.
Referencias Bibliográficas
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