La Decadencia de los Califas Abasíes
En el año 750, tras la Tercera Fitna, Abu al-Abbas se proclamó califa o ”príncipe de los creyentes” tras derrocar y asesinar a la reinante familia Omeya, instaurando el Califato Abasí. Con los abasíes, el Islam medieval alcanzó su mayor apogeo, en ámbitos religiosos, políticos, culturales y hasta científicos, donde se vio una prosperidad general del imperio. Estos califas centralizaron su poder en Bagdad, la llamada ciudad redonda, que ”albergaba los palacios califales, una mezquita central, edificios administrativos y barrios de viviendas”.

Aunque, a finales del Siglo IX, con el ascenso al trono de califas con mayor tendencia a la centralización y un mayor descuido de los territorios fronterizos, la unidad del califato comenzó a resquebrajarse. Por ejemplo, destaca el caso del Emirato Aglabí de Ifriqiya en la zona de Túnez, el Emirato Safárida, conformado por persas de la zona del Jorasán y la Transoxiana (actual norte de Irán), el Sultanato Tulúnida de Egipto (aunque no tardó en volver a caer bajo yugo abasí), o la pérdida de la península Arábiga casi en su totalidad, salvo la región del Hiyaz. Estas mayores autonomías regionales y particularismos, estuvieron acompañadas de una serie de guerras civiles entre pretendientes al trono califal, y una mayor rivalidad entre los abasíes, las élites de Bagdad y los turcos de la guardia del califa, los mamluk.
Además, el título de ”califa” también comenzó a ser disputado entre varios líderes regionales. Para comenzar tenemos el caso de los fatimíes del Magreb, cuyo líder Ubayd Allah, se proclamó califa en el 909 y conquistó al Emirato Aglabí. Por otro lado tenemos al emir Abderramán III de Córdoba, quien se condecoró como califa de Al-Ándalus en el 929. En el Jorasán también ocurrieron intrigas geopolíticas relevantes, ya que los persas samánidas derrocaron a los safáridas, para instalar el Emirato Samánida. Finalmente, en el 935, el Egipto del Califato Abasí nuevamente se independizó, formando el Emirato Íjsida. El poder de los abasíes se volvía cada vez más reducido, tanto a nivel político como a nivel regional, llegando a ser meros títeres de sus generales turcos.
Los Persas Búyidas
Al sur del Mar Caspio está ubicada una zona montañosa llamada Daylam, ahí encontramos a un pescador chiita de nombre Alí ibn Buya, quien junto a sus hermanos Hasán y Ahmad, acabó como mercenario en medio de las contiendas entre el Califato Abasí y el Emirato Samánida. Sirvieron a la nobleza daylamita, y por sus servicios les entregaron la ciudad de Karaj. Dada a la descomposición del Califato Abasí, varias guarniciones de mercenarios acabaron a su suerte, por lo que no fue difícil a los hermanos búyidas poder engrosar sus filas. Cuando los líderes del Daylam conspiraron para asesinarlos, Alí y sus hermanos huyeron al sur, concretamente a la región de Fars, donde se proclamaron emires en el 934.
Durante los siguientes años planearon apoderarse de Bagdad y los remanentes del Califato Abasí. Fue en el 945, cuando los búyidas, liderados por Ahmad, entraron en Bagdad y tomaron lo que actualmente vendría a ser Iraq. Para legitimar su poder, los hermanos optaron por mantener la figura del califa, y constituyeron un Estado donde el poder religioso caía sobre el califa abasí, el cual era sunita y representó un cargo simbólico; mientras el poder político y militar de facto recaía sobre los emires búyidas, los cuales eran chiitas.
El califa abasí los invistió con los siguientes honores: Alí ibn Buya sería llamado Imad ad-Daula (Pilar del Reino); Hasan, Rukn ad-Daula (Portador del Reino) y Ahmad, Mu´izz ad-Daula (Fortificador del Reino). Los hermanos organizarían su nuevo reino a suerte de confederación dinástica hereditaria. Formando los emiratos de Bagdad, Ray y Shiraz, cada uno para cada hermano, aún así, existió una relación de subordinación hacia Alí, quien ostentaba el título de Amir al-Umara; es decir, emir de emires. Sus principales enemigos fueron los samánidas en el este, y en el oeste los recién formados emiratos de Alepo y Mosul.

Al tener un ejército compuesto por mercenarios, los búyidas gobernaron a suerte de dictadura militar, conformada por una aristocracia guerrera, de mayoría chiita. El hecho de mantener mercenarios a sueldo, hizo que los emires se vieran obligados a recurrir a una mayor presión fiscal hacia su población, llegando a expropiar tierras de enemigos para dárselas a sus mercenarios a modo de pago. En primera instancia este sistema funcionó, pero al tener las tierras gestionadas por soldados sin experiencia en la agricultura, esta práctica comenzó a tambalearse.
Dadas a las rivalidades entre los sunitas y chiitas, los búyidas comenzaron a preferir a cristianos o judíos para puestos administrativos, de esta forma lograban mediar entre estas dos facciones enemistadas, y permitían que la burocracia juegue un rol más neutral. Curiosamente, los búyidas comenzaron a anteponer la cultura persa sobre la árabe, reviviendo varias tradiciones y costumbres de la vieja Dinastía Sasánida; por ejemplo se volvió a emplear el título de shahanshah: rey de reyes.
El Califato Fatimí de Egipto y el Magreb
En el año 893, en el Magreb (norte de África), ocurrió un levantamiento armado liderado por Ubayd Allah, un imán chiita que se proclamó descendiente de Fátima, la hija de Mahoma. Este movimiento obtuvo gran apoyo de árabes y bereberes que buscaban emanciparse del decadente Emirato Aglabí. Para el año 909, los fatimíes ya se habían hecho con Kairúan, Setif, Raqqada, y Sicilia. Ubayd Allah se proclamó califa en Kairúan, y asumió la condecoración de Mahdi; es decir, el mesías chiita. Ubayd Allah prefirió a Mahdiya como capital, donde levantó una gran mezquita; además, era una ciudad naval estratégica, donde se construyeron una poderosa flota y varios astilleros de cara al Mediterráneo.
Tras años de campañas y revueltas, los fatimíes paulatinamente se iban extendiendo hacia Oriente: tomaron la Tripolitania, Cirenaica, y, para el 969, conquistaron al Emirato Íjsida, el cual gobernaba Egipto, Siria y el Hiyaz. Egipto se convirtió en la nueva sede política del Califato Fatimí, así como un epicentro del arte y la cultura árabe. Los fatimíes se decantaron por la ciudad egipcia de Fustat como nueva capital, ciudad que pasará a llamarse El Cairo. Esta ciudad estaba situada en el Bajo Egipto, no muy lejos de las Pirámides de Giza, y de cara al Nilo. Egipto era un territorio marcado profundamente por el Sunismo, pero al instaurarse un nuevo poder chiita, los artesanos locales se vieron obligados a adaptarse a las costumbres de los califas fatimíes.

El Cairo ya contaba con una gran mezquita, la cual ha sobrevivido hasta nuestros días, llamada la Mezquita de Ibn Tulún. Aún así, los fatimíes levantaron dos más, tomando como base la mezquita mencionada: al-Azhar y al-Hakim. El arte y la arquitectura fatimí destacó por su decoración, ”la cerámica con reflejo metálico de la época fatimí es una de las joyas de la cerámica medieval de los países del Islam”. Durante esta época también floreció el arte iconoclasta de los cristianos coptos de Egipto, quienes se influenciaron por los paneles de madera de las mezquitas para hacer sus iglesias.

Como mencioné previamente, en Egipto existía un contraste social arraigado entre los sunitas y chiitas, lo que se vio remarcado con el hecho de que las élites dirigentes fatimíes era chiitas, mientras que el pueblo llano – el cual padecía de epidemias y hambrunas – era sunita. Sin embargo, los fatimíes lograron crear un Estado organizado y potenciar hábilmente el comercio en el Mediterráneo, especialmente con mercaderes italianos; siendo Damieta y Alejandría sus principales puertos. Por otro lado, gracias a las redes de intercambio transaharianas, los fatimíes lograron comerciar con esclavos negros y con el oro sudanés y etíope. Aunque también se volvió común comerciar con seda y lino, productos fabricados por los talleres de cristianos coptos, los cuales lograron acceder al mercado gracias a mayores políticas de tolerancia religiosa. Por otro lado, los fatimíes también recorrieron el Mar Rojo, llegando a Yemen y la India.
Destaca el reinado del califa Al-Hakim, quien, alrededor del año 1000, aplicó políticas de nula tolerancia religiosa contra cristinos, judíos y hasta musulmanes sunitas. Incluso hizo que se derrumbara la Iglesia del Santo Sepulcro, en Jerusalén.
Durante estas fechas, los fatimíes, al tener su poder político centralizado en Egipto, descuidaron el Magreb y Sicilia, los cuales se independizaron. En Sicilia se formó el emirato homólogo, mientras que el Magreb, en el 1014, se fraccionó en distintos Estados de bereberes y árabes tunecinos. Aún así el dominio fatimí prosperó en Egipto hasta su caída en el año 1174.
El Jorasán de los Samánidas
Como mencioné previamente, los samánidas, una dinastía de origen persa que gobernaba la Transoxiana, se sublevó contra el Emirato Safárida en el año 900. El resultado fue la instauración del Emirato Samánida. Durante un siglo, los samánidas dominaron la zona oriental de Persia (los búyidas dominaban la Persia occidental), el Jorasán, la Transoxiana, y el Turquestán. Sus ciudades más importantes fueron Bujará (su capital), Nisapur, Kabul y Samarkanda. Al igual que los búyidas, los samánidas fomentaron una resurgimiento de la herencia cultural persa, en perjuicio de la árabe.
Los samánidas, al igual que otras dinastías de Medio Oriente, se subordinaron de iure al poder del califa abasí – cuya efigie seguía figurando en las monedas – y mantuvieron la estructura administrativa ya existente. Las provincias eran administradas por dinastías locales o gobernadores autónomos; quienes debían acatar al patronato de los emires samánidas. Al estar ubicados en la frontera sur de Asia Central, ellos lograron protagonizar la compra y venta de esclavos turcos, los cuales eran comprados para servir como soldados profesionales o guardia personal de príncipes árabes o persas, estos serían llamados mamluk o mamelucos.

Los samánidas destacan por su labor de mecenazgo; es decir la protección a los artistas, lo cual fue fundamental para el desarrollo de la cultura persa-jorasmita. En el Emirato Samánida destaca la figura del médico, científico y filósofo Ibn Sina, conocido también como Avicena. Estudió la filosofía aristotélica, las ciencias naturales, y profundizó en el estudio del Corán. Se dice que a los diecisiete años, Avicena logró salvar la vida del propio emir samánida, Nuh II. Logró acceder a la corte como médico, y también sirvió de consejero científico; siendo reconocido por su obra: el Canon de Medicina. También destaca Al-Biruni, un geógrafo, astrónomo, y matemático.
Como mencioné, este emirato duró un siglo; sucedió que en el año 999, Mahmud de Gazni, un gobernante mameluco sunita de Afghanistán, logró hacer desaparecer a la Dinastía Samánida, para instaurar el Imperio Gaznávida en su lugar. Estos gaznávidas controlarían el Jorasán por las siguientes décadas, hasta la aparición de un nuevo enemigo, los turcos selyúcidas, quienes súbitamente harían su aparición en el tablero geopolítico, y harían tambalear tanto al mundo islámico como al cristiano.
Referencias Bibliográficas
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